La autogestión y el activismo civil
El supuesto Estado de bienestar, que ha convertido la cultura en ocio, nos ha hecho creer que los estamentos públicos nos debían apadrinar en todas y cada una de las manifestaciones creativas. Parece que son los gobiernos locales, nacionales o estatales los que deben pagar la cuenta de los artistas. Quizá el caso más evidente está en las artes escénicas, donde las compañías de danza y teatro se consideran más como bienes patrimoniales que como industrias culturales. Dejemos eso atrás. Libremos a los políticos de la cultura.
En realidad, no hace tanto que los estamentos públicos se encargan de la cultura, tan sólo, desde que Dietrich Eckart y Joseph Goebbels crearan sus Ministerios de Cultura y Propaganda, casi como uno solo. O el caso más cercano, y de más feliz recuerdo, de Francia, que en 1959 crea el primer ministerio de cultura francés; mejor dicho, el Ministerio de Acción Cultural, cuyo primer ideólogo fue André Malraux. Ese quizá ha sido el espejo usado por nuestros políticos de la transición, puesto que Malraux dijo las palabras mágicas: "Democratizar la cultura", aunque bajo la atenta mirada de un militar como De Gaulle.
Si analizamos los pasos propuestos desde París, entenderemos parte de nuestros males: Primero, se desvinculó la cultura de la educación o de cualquier propósito pedagógico: "La cultura es a la educación lo que la política es a la historia", decía el propio Malraux. Después, se profesionalizó, relegando el tejido ciudadano amateur al estatus de entidades de ocio o clubs de hobbies. De un plumazo, se creó un ejército de funcionarios que, con el objetivo de democratizar, raptaron a la cultura y ya no la soltaron, convirtiendo a los ciudadanos en simples consumidores pasivos.
Desde entonces, se ha creado una corriente política que, sistemáticamente, ha desvinculado la cultura de la enseñanza. Las universidades pasan a ser módulos de formación técnica en lugar de laboratorios de experimentación cultural. Por otro lado, los departamentos culturales basados en subvenciones crean profesionales a ambos lados de la ventanilla, el funcionario y el subvencionado.
Ante ese modelo caduco, la autogestión es la clave. La autogestión preocupa a los políticos ya que escapa a sus políticas. Pero también a nosotros parece asustarnos. ¿No es hora ya de embarcarse en la aventura de una cultura de riesgo? Es cierto que el neoliberalismo tiende a privatizar, básicamente, para hacer rentable servicios que no deben serlo, como la sanidad. No es ese el camino, pero tampoco lo es la constante sustentación, y por tanto el control, de la cultura por parte de lo público. Se podría argumentar que sin apoyo público acabaríamos en manos de las marcas de refrescos y calzado deportivo, la censura del siglo XXI. ¿De veras nos estamos escapando de ese mal? Quizá deberíamos plantar cara a las multinacionales desde los bajos presupuestos y la economía de subsistencia, que por otra parte es la real, y no desde el parapeto cada vez más frágil y dudoso de los apoyos públicos.
El arte contemporáneo hace tiempo que se escapa no sólo de los limites de los museos, sino de los parámetros comprensibles para sus gestores, con honrosas excepciones. Mientras se sigue hablando de la necesidad de apoyar el rock catalán, una mutante música de la cultura digital viaja por la red. Nuestra literatura está embarrancada entre los premios privados, cada vez más en tela de juicio, y los reconocimientos públicos, que suelen llegar más que tarde. Nuestros arquitectos más innovadores están navegando entre políticos cuando deberían hacerlo entre activistas. Nuestro cine es escaso. Se confundió el cine catalán con el cine en catalán y se nos fundieron los proyectores. Se están subvencionando unas artes escénicas basadas en la repetición. Montajes privados, creados hace décadas, se reestrenan en teatros públicos y encima se premian institucionalmente.
Es evidente que la política intentará siempre controlar la cultura, pero somos nosotros los que se la hemos ofrecido en bandeja. Asumiendo, además, que nos hacían un favor al subvencionarla. Unos simples gestores económicos se convirtieron de repente en ideólogos culturales. Unos departamentos técnicos, que deberían haber gestionado herramientas al servicio de los creadores, fueron los que decidían el camino que seguir.
Creemos un auténtico Consell de les Arts, con fondos suficientes, capacidad operativa y en manos civiles, con una gestión compartida entre profesionales del sector, catedráticos y creadores. Ese será el ente capaz de aglutinar vanguardias, de ofrecer verdaderos espacios de riesgo para los creadores. Tan sólo debemos reciclar los actuales centros culturales como centros de libres de creación. Ese nuevo y participativo Consell ya no se verá afectado por los cambios políticos, puesto que no dependerá de los partidos, sino de los colectivos activos. Pero otorguemos a la cultura patrimonial un valor nacional y hagamos que se ocupe de ella la presidencia de la Generalitat, desde los bienes patrimoniales arquitectónicos hasta las bibliotecas o los museos históricos.
Quizá, al principio y al faltar medios económicos, se tuvieran que cerrar algunos teatros, algún museo, se desmontara alguna compañía, pero si realmente nos creemos que la cultura es nuestra, conseguiremos sobrevivir. Quizá no tendremos tantos canapés, pero nos ahorraremos los discursos de inauguración.
La democracia participativa debe ser un camino de dos direcciones. Evidentemente, los presupuestos deben ser elaborados con la opinión de los contribuyentes, pero también nosotros podemos generar proyectos sin esperar que nos los financien las instituciones públicas: creando empresas, organizando colectivos, desarrollando plataformas. Otras ciudades -por ejemplo, Berlín o Londres- están creando cultura no institucional. Esa cultura está generando redes independientes, por las que las ideas fluyen libremente, sin banderas ni siglas. Se habla hasta el exceso del poder que tenemos como consumidores, se dice que podemos hacer bajar la gasolina, impedir el trabajo infantil o ajustar los escandalosos beneficios de las corporaciones. Pero, ¿dónde está el poder como contribuyentes? Ejerzamos presión fiscal, exijamos que el importe de los impuestos dedicado a cultura se gestione de forma participativa. No es la cultura, como la palabra, un arma cargada de futuro, no la neutralicemos a base de becas, subvenciones y premios nacionales.
Dejemos atrás esa miedosa y burguesa cultura del ocio. Para eso ya tenemos las fundaciones de las entidades bancarias. Pongamos en evidencia a la ingente cantidad de iniciativas que nacen subvencionadas y que están exprimiendo las arcas públicas con su cultura de corto alcance, seguidista y autocomplaciente. Abramos las ventanas de los centros institucionales y respiremos un poco de aire fresco. No decimos que la broma nos salga gratis, pero al menos será nuestra broma.
Claret Serrahima y Óscar Guayabero son diseñadores.
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