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LA EUROPA SOCIAL / 4
Columna
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La demolición

En el capitalismo europeo en sus diversas variantes, pero en especial en la renana, cabe, contrariamente a lo que sucede en EE UU, la dimensión social. La expresión economía social de mercado refleja esa especificidad, en la que son esenciales el mundo del trabajo y el protagonismo, aunque ahora atenuado, del Estado. La unidad de Europa conllevaba como proyecto reforzar lo que los países europeos tenían en común como propio y diferencial. Ese proyecto se acabó llamando: modelo europeo de sociedad. Pero cuando en 1957 el Tratado de Roma instituye la Comunidad económica como su objetivo principal se invierte su contenido. En el espacio conjunto no sólo tendrá la Economía el primado total sino que su norte exclusivo será la acumulación capitalista sin desviaciones ni florituras. Hay pues que echar abajo el modelo europeo y comienza la demolición en el mismo Tratado fundacional cuando se les pide a Francia y a Italia que renuncien a las intervenciones públicas y se concentren en el fortalecimiento de un mercado sin contaminaciones estatales ni voluntaristas.

El modelo pronto se reduce a un zócalo que postula la convergencia de los Estados miembros mediante la armonización legislativa de todos ellos, que la ausencia de voluntad política hace impracticable, limitándose a la adopción, mediante reglamentos y directivas, de un conjunto de normas mínimas, todas en función y al servicio de la competitividad. El Acta Única en 1986 pone de relieve esta subordinación de lo social al buen funcionamiento del mercado, que remacha el Tratado de Maastricht en 1992 al servirse de la política social para promover la competitividad y al instalar el dialogo social en el cogollo de su dispositivo. Modificando con ello la naturaleza de las relaciones laborales a las que purifica de toda conflictualidad y les asigna como sólo destino posible la transacción y el acuerdo. La búsqueda del consenso se impone a las exigencias de lo laboral y empuja a una flexibilidad que permita que los actores individuales tengan la última palabra. El Libro Blanco de Jacques Delors en 1993, al constituir a la política del empleo con la reforma del mundo laboral y de la protección social en herramienta capital para aumentar el crecimiento económico mediante la competitividad no sólo opta por la economía frente a la sociedad sino que consagra la condición asocial del trabajo, como señala Corinne Gobin en su artículo Los falsarios de la Europa social en Le Monde Diplomatique de este mes. Esta concepción privatista del trabajo convertido en una práctica individual que no cabe regular colectivamente, sin más albur que la libertad de las personas, necesita desmantelar el derecho del trabajo, guardián de las fronteras de lo social, conculcando sus principios generales y cancelando o debilitando sus disposiciones centrales: control de los despidos, defensa de la huelga y de los piquetes, limitaciones de las jurisdicciones civiles y comerciales para intervenir en los conflictos laborales etc., al mismo tiempo que se deslegitiman todos los instrumentos de la acción pública, fiscalidad, cotizaciones sociales, servicios públicos etc. Las esperanzas puestas en la Carta de Derechos Sociales de 1989 se quedan en casi nada por el carácter no vinculante ni obligatorio de sus disposiciones. De igual manera la exclusión del salario de las competencias comunitarias en la Carta de Derechos Fundamentales, del año 2000 y la revisión de la Directiva de 1993 sobre el tiempo de trabajo nos acercan a esa Norteamérica feliz que no reconoce legalmente al trabajador ni un solo día de reposo anual. La celebrada Agenda de Lisboa del año 2000, al convertir las dimensiones esenciales de lo social -enseñanza, salud, retiro etc.- en factores de la producción renuncia a su condición de soporte fundamental de la sociedad europea para consagrarse a la creación de riqueza, que va siempre a los mismos. Menos del 5% de los norteamericanos han percibido más del 50% de los beneficios generados en 2004. Aparte de la UE ¿quién apuesta por ese futuro?

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