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Columna
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Callar a los demás

El pasado miércoles, en la presentación de la película de Isabel Coixet, La vida secreta de las palabras, Tim Robbins afirmó de manera bastante lapidaria que "la estrategia de la derecha siempre es la misma, callar a los demás" (EL PAÍS, 20 de octubre, p. 37).

No pude dejar de poner en relación lo que dice el actor norteamericano con lo que está ocurriendo en nuestro país con la tramitación parlamentaria de la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña. A pesar de que el PP es un partido muy minoritario en Cataluña y a pesar de que también está claramente en minoría en España, se considera con derecho a determinar de qué se puede debatir y de qué no. Como no le interesa debatir, porque en el momento en que tenga que presentar enmiendas al texto que ha sido aprobado por el Parlamento de Cataluña tiene que justificar cada una de ellas y tiene en consecuencia que dar razón respecto de cada uno de los motivos de desacuerdo (y en esa tarea ya no tiene cabida la descalificación total y el discurso tremendista, porque hay que entrar en los detalles), la dirección del PP ha decidido que lo que hay que hacer es no debatir lisa y llanamente el proyecto de reforma en las Cortes Generales. Como a mí no me interesa hablar en el Parlamento de este tema, aquí no habla nadie, aquí tiene que callarse todo el mundo.

Esta voluntad de silenciar a los demás, de que no se discuta nada más que de aquello que el PP quiere que se discuta, la puso en práctica de manera superlativa el anterior Gobierno del PP, en especial durante la segunda legislatura. En esa voluntad de silenciar a los demás, en esa represión de cualquier debate que al Gobierno no interesara, está en buena parte el origen de la forma en que se ha abierto el debate sobre la estructura del Estado tras el cambio electoral del 14-M de 2004. Cuando desde el poder, de manera autoritaria, no se permite que se hable de lo que se tiene que hablar, se acaba hablando, cuando se puede hacerlo, con una tensión exagerada.

Ahora bien, empecinarse en esa voluntad silenciadora cuando no se dispone del poder para imponerla, resulta disparatado. Es verdad que la reforma estatutaria aprobada por el Parlamento de Cataluña ha producido un gran desconcierto en la sociedad española. No en la sociedad catalana. Había desconcierto durante la tramitación, pero ha desaparecido tras la aprobación. Los estudios de opinión publicados tras la aprobación del proyecto de reforma por el Parlamento de Cataluña ponen de manifiesto un grado de satisfacción bastante alto en los ciudadanos, aunque también expresen su aceptación en un porcentaje igualmente alto de que el texto pueda ser reformado en las Cortes Generales.

Eso que ha ocurrido en Cataluña es lo que tiene que ocurrir ahora en el conjunto de España. Para eso están las instituciones representativas. Esa es su razón de ser. Poner orden mediante la deliberación jurídicamente ordenada entre puntos de vista distintos e incluso contradictorios. Eso ocurre en todos los debates legislativos y mucho más todavía en los debates constitucionales, como es materialmente el debate de la reforma estatutaria. Hay que buscar el punto de equilibrio entre lo que resulta aceptable para la sociedad catalana y lo que resulta aceptable para la sociedad española. Eso va a exigir hablar y hablar mucho. Pero no gritar, como se está haciendo en estas últimas semanas, sino dialogar con textos alternativos cada uno de ellos con su motivación correspondiente. No es el momento de hacer callar a los demás, sino de definir la posición propia para confrontarla en las Cortes Generales con las de los demás. La receta de José María Aznar, de mandar callar a los demás, no le va a ser de ninguna utilidad al PP en el debate sobre la reforma estatutaria catalana, que se va a abrir inexorablemente tras el debate de toma en consideración del Proyecto en el Pleno del Congreso de los Diputados el próximo 2 de noviembre.

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