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Columna
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Dignidad

Cualquiera que haya visto Jezabel u otras películas antiguas que nos hablaban de peste bubónica, epidemias, plagas y gripes, debe admitir que, en caso de pandemia, lo fundamental es no perder la dignidad. Tal como está el mundo -y tal como se va quedando el mundo de cada uno a cierta edad, deshabitadas para siempre partes valiosas de su corazón-, ¿importa realmente tanto que llegue la Plaga?

Esta reflexión escéptico/cínica que acabo de ofrecerles y que no aspira a convencerles forma parte de mi estuche de la Señorita Muerte para uso privado, por lo que resulta personal e intransferible. Por experiencia sé, creo que lo sabemos quienes lo hemos tenido que interiorizar a tortas de la vida, que lo peor se presenta siempre de forma inesperada. Lo peor se envuelve en la llamarada azul de la sorpresa, en el hielo cortante del sobresalto. Lo peor te acecha, y tú lo ignoras y, de repente, ocurre, y con lo peor llega el vértigo. Sólo más adelante, cuando hayas perdido -porque siempre se pierde a alguien, y a esa parte tuya que le albergaba-, recordarás aquella noche feliz, vibrante, a la que no diste relevancia especial, en cuyos pliegues ya acechaban lo peor y su desalentada espiral, y nadie podía presentirlo, de ahí la perfección de la felicidad que, retrospectivamente, aprecias.

Lo peor no es ni siquiera el tifón o el huracán, que se anuncian durante horas. Lo peor es lo que no esperabas, la incompetencia de las autoridades que juraron protegerte (compleja disquisición: al jurar proteger a la Patria, ¿ello incluía cuidar de sus habitantes?).

Mas no nos distraigamos con triviales discusiones acerca del saxofón de los ángeles. Íbamos de pandemia, epidemia, plaga: todo me parece lo mismo. Malo, pero ya veremos. Ya veremos qué preparan las autoridades; cómo nos van alarmando los medios. Esto sí puede formar parte de lo peor: la información, la reacción. Aunque, por el momento, el premio Enemigo Público Número Uno ya ha sido adjudicado, por lo que a mí respecta, a laboratorios Roche.

Damas paralizadas por el Botox, no corráis al ambulatorio a confesar vuestra verdadera edad. Dignidad, ante todo. Siempre podréis adornaros el sombrero con las plumas de las aves sacrificadas.

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