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Columna
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El Rey y la estética

De las muchas cosas que asume un republicano en una monarquía constitucional, una fundamental es la normalización de la crítica al Rey. Es decir, una no pretende proclamar la república cada vez que considera que hay que analizar, en términos críticos, el papel de la Monarquía. Digamos que son planos paralelos pero no necesariamente interconectados, sobre todo porque el debate sobre la vigencia o no de la institución es un debate de fondo, y el otro es estrictamente coyuntural. Este artículo, pues, no nace de la pasión republicana -aunque ésta sea notoria en mi caso-, sino del rigor democrático. Un rigor exigible tanto al ciudadano de a pie como a ese ciudadano en cuyo linaje ha recaído la representación monárquica. Desde esta perspectiva, lo que ha ocurrido estos últimos días referente al papel de la Monarquía necesitaría de aquello que, en lenguaje real, diríamos una serena reflexión.

Dos hechos relevantes, vinculados a la realidad más candente, han sido motivo de preocupación y (por lo que parece) ocupación real, y en los dos casos la forma de actuar ha resultado, como mínimo, estridente. Por supuesto me refiero a los dos temas que arden en las charlas de café, en los asientos de los taxis, en los tiempos muertos de las oficinas, en los desfiles de modelos militares el día de la Gloriosa Imperial. Por un lado, el Estatut,tan sobrecargado de ruido dialéctico y prejuicio, como poco conocido y menos leído. Y por el otro, ese dolor en la entraña del mundo, superviviente de las Áfricas agónicas donde el día a día se convierte en una lucha contra la muerte. Esa vida andante de desiertos y vallas y sueños rotos en las Melillas conquistadas, con cuya tragedia no sabemos cómo lidiar. Cataluña y Melilla, los dos polos de la preocupación colectiva, los dos abiertos en canal y, hoy por hoy, ninguno de los dos resueltos. En ambos dos nuestra monarquía constitucional ha sido instada a meter la patita Pepeluís y presionar, según parece, en una dirección determinada. Y en ambos casos dos, lo ha hecho con opacidad, desde la oscura esquina del rumor, la llamada telefónica y la insinuación, y no con la claridad de los focos que ponen luz a la democracia. Es decir, el Rey ha intervenido, pero, lejos de hacerlo como colofón de un denso y sólido proceso colectivo, lo ha hecho como si fuera una especie de patriarcado poderoso cuyo santo dedo indica el camino que seguir. Con un añadido fundamental: dicho papel no se ha producido por inspiración real, sino por petición expresa de La Moncloa, que debe haber considerado, en un momento de inspiración divina, que sólo el Rey podía resolver los entuertos. Es decir, convencidos de su incapacidad política para encontrar soluciones públicas, han obligado a la Monarquía a bajar a pie de acera y ensuciarse en el lodo terrenal.

Empezaré por el tema de Melilla, cuestión de tanto calado que cala en lo más hondo de nuestras vergüenzas y de nuestras responsabilidades. ¿Es de recibo, y lo pregunto con desconcierto, que la forma de resolver un drama humano de miles de personas, abandonadas a su suerte y a su hambre, sea con una llamadita de amigo rey a amigo rey, en plan de "porfa, sácame a esos chicos de ahí"? Es decir, que la dictadura amiga del lado sur, cuyo activo económico se concentra, en un 60%, en la familia real, tiene que recibir una llamada privada, de su amigo Juan Carlos, para que deje de jugar con la vida y la suerte de miles de parias africanos. ¿Se trata de una cuestión de favor personal? ¿Tiene el Rey que pedir este tipo de favores, como si fuéramos un país de chichinabo que resuelve sus retos colectivos por la vía de la amistad y el cambio de cromos? Y, sobre todo, ¿éste es un tema que necesita el aterrizaje telefónico de un rey democrático? Diría que ha sido un gesto, este gesto real, altamente antiestético que pone sobre la mesa dos cuestiones de fondo: una, qué tipo de papel desempeña el jefe de Estado, cuando se trata de hacerle jugar un papel; y dos, que las amistades peligrosas son especialmente antipáticas de usar cuando se trata de la suerte de miles de seres humanos abandonados a su suerte. Al rey de Marruecos hay que exigirle, por las vías políticas y diplomáticas, que no use y abuse del drama humano de la emigración. Ésa es la forma pública, seria y democrática de actuar. Los favores de colega a colega, sobre todo cuando uno de esos colegas es un dictador y el otro es el jefe de Estado de un país democrático, no sólo no resuelven el tema de fondo, sino que engrandecen la culpa española y minimizan la responsabilidad marroquí hasta convertirla en cero. Encima les deberemos favores... Dicho lo cual, más que criticar al Rey, habrá que encontrar ese cerebrito en La Moncloa que diseñó tamaña estrategia real, y que empieza a creer que la Monarquía es un chicle que hay que mascar con cada problema. Primero lo enviamos al rancho a tomar hamburguesas con Bush, y ahora le pedimos un cuscús con Mohamed. De nota...

La otra gran cuestión tampoco ha quedado fuera del interés real, a tenor de las medias tintas que nos llegan con sordina. Dicen que parece que Maragall y el Rey hablaron con semblante serio sobre el Estatut, y a una se le pone serio el semblante cuando dicen que parece que ese rey dicharachero y simpático se pone serio. Que lo haga además con el ruido de sables del fausto militar que nos montó el ministro Bono para celebrar el día del Pilar -¿por qué un país moderno tiene que celebrar sus festividades patrias a golpe de marcha militar, cabra y misil de última generación?- resulta aún más inquietante. Y si, encima, hace pocos días que el Rey, en otro paisaje de medallas, uniformes y galones, ha apelado a la sacrosanta unidad de España, la cosa tinta oscuro. Es decir, a la manera real de hablar sin hablar, el Rey ha hablado en los momentos en los que más necesitaríamos su real silencio. Y no nos engañemos, no lo ha hecho para decirle aquello de "Tranquil, Pasqual, tranquil". ¿Quién le pidió esta vez que interviniera?

Ya sé que no es un decorado de revista del corazón, aunque ésa sea su plataforma más importante de seducción. Pero la monarquía constitucional tampoco puede ser mucho más que el colofón institucional del Estado de derecho, y cuando va más allá y aterriza como puede en las cosas de la Tierra, Houston empieza a tener un problema. ¿Por qué Houston mete, pues, al Rey en estos líos? Dicen que el silencio es la palabra mejor dicha. Si eso es cierto entre los pobres mortales, ¿qué no será en palabra de Rey? Los silencios de los reyes son de oro. Sus palabras, en cambio, pueden ser de plomo.

www.pilarrahola.com

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