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Los tres fallos del proyecto catalán

Contra pronóstico, y en el último minuto, salió adelante la propuesta de nuevo Estatuto catalán. Cabe felicitarse por que, aunque de modo manifiestamente mejorable, la mayoría de los partidos con presencia en el Parlament han conseguido llegar a un acuerdo, si bien no deja de ser dolorosamente cierto que ese acuerdo es malo. Porque el proyecto estatutario no tiene su mayor defecto en que estos o aquellos preceptos sean de constitucionalidad discutible, dudosa o adolezcan de ilegitimidad constitucional, supuestos que en algunos casos concurren, ni en que se haya diseñado de modo deliberado y consciente para "echar un pulso" a las Cortes y al Gobierno al efecto de obtener una mejor posición de cara a una negociación que se sabe inevitable -aunque se diga otra cosa en Barcelona- su mayor defecto se halla en la concatenación de tres fallos de fondo de los que adolece la filosofía misma que inspira la propuesta.

Aunque con alguna incongruencia liberal, el planteamiento político del Estatuto es estrictamente etnonacionalista, es un planteamiento en que un sentimiento identitario definido como exclusivo da sentido y coherencia y determina la arquitectura del texto. No voy a decir que es un texto que media Cataluña trata de imponer a la otra media por la buena y sencilla razón de que el respaldo de un etnonacionalismo exclusivo es francamente minoritario en el pueblo de Cataluña. Y ésa no es, por cierto, la "corriente principal" del catalanismo histórico. La filosofía del proyecto que se trasluce en el largo preámbulo, gotas liberales aparte, está más cerca del carácter excluyente del nacionalismo vasco que de la definición integradora que desde su nacimiento ha caracterizado al nacionalismo catalán, tanto si se trata del nacionalismo de definición étnica, como del nacionalismo de definición cívica que, a no dudarlo, es el gran perdedor. Ese rasgo negativo se ve acompañado por otro de larga tradición en el nacionalismo catalán: la negativa a aceptar la realidad del proyecto nacional español. Cataluña es una nación, España no lo es, es simplemente un Estado que agrupa a varias naciones. El texto estatutario eleva esa concepción a la condición de principio (la de plurinacionalidad). Dicho discurso tiene dos consecuencias directas: en primer lugar niega la realidad, ya que en ésta coexisten dos proyectos nacionales, de construcción nacional -el español y el catalán- no necesariamente incompatibles, como acredita la condición mayoritaria de los sentimientos de pertenencia compartida en el demos catalán; en segundo lugar, niega el pluralismo nacional de ese mismo demos. El proyecto se funda en una concepción política que se niega a asumir el pluralismo interno y la realidad y fuerza del proyecto nacional español. No tiene nada de particular que el texto adolezca de no escasos vicios de inconstitucionalidad: parte de un supuesto que niega el fundamento de la Constitución misma en los términos de los artículos 1.2. y 2 de la ley fundamental.

Ese fallo arrastra otro: el desconocimiento de la estructura del Estado realmente existente. El proyecto estatutario extrae de la realidad nacional de Cataluña la vindicación de un sistema de relaciones con el Estado que pasa primaria y principalmente por la relación bilateral. Una posición implícita en las posiciones nacionalistas, la relación antagónica Cataluña-España se transparenta aquí. No cabe engañarse, ése es el fundamento último de la tradicional alergia del catalanismo conservador al federalismo, y nada hay mas antifederal que el bilateralismo estricto. En este sentido, el proyecto se plantea como lo hizo en su día el anteproyecto de Mancomunitat o como lo hizo el precedente de 1932. Ahora bien, ese planteamiento tenía sentido en 1917 y, menos, en 1932, porque la realidad política configuraba la autonomía de Cataluña como un estatus especial en el seno de un Estado que, por lo demás, seguía siendo "régimen común", unitario y centralizado, pero no tiene ningún sentido en 2005 porque el Estado que existe aquí y ahora es un Estado materialmente federal, un Estado complejo integrado por Cataluña... y otras 16 comunidades autónomas. El bilateralismo, exclusivo o prevalente, es sencillamente anacrónico, por eso el proyecto contiene verdaderos disparates, por poner un solo ejemplo: si el Estado negocia en Bruselas sobre materia de competencia exclusiva de Cataluña (agricultura, por ejemplo) está vinculado por la posición que adopte el gobierno de Cataluña (art.185.1.), lo que tiene sentido si Cataluña es la única que cuenta con competencia exclusiva sobre agricultura, y no tiene ninguno si, además de Cataluña, tienen competencia exclusiva 16 autonomías más. Naturalmente la marginación de la componente multilateral de las relaciones y de las materias objeto de competencia supone sencillamente el repudio de cualquier asomo federal, toda vez que la esencia de la forma federal es precisamente que lo que a todos afecta entre todos debe ser acordado. El proyecto estatutario asume un federalismo tan asimétrico, que a fuerza de asimetría deja de ser federalismo.

Como es lógico ese fallo nos lleva al tercero, que asoma la oreja en la polémica cuestión del "blindaje" de las competencias: el desconocimiento del papel que en una organización federal tienen las instituciones comunes. El fallo es natural: hablar de instituciones comunes es hablar de relaciones multilaterales y postular un escenario en el que estas son primarias y las bilaterales secundarias. Puede comprenderse el fallo, porque los nacionalistas llevan razón cuando señalan que la orientación de las Cortes Generales y del Constitucional ha sido prevalentemente centralizadora, que ello ha supuesto un vaciamiento de las competencias estatutarias y que ese vaciamiento conduce a un modelo de Estado en el que si bien la administración es autónoma, la determinación de las políticas públicas es central. Y eso no es autonomía. Ahora bien el fenómeno no se produce porque las cláusulas estatutarias tengan ésta o aquella redacción, el vaciamiento se produce porque las instituciones centrales de gobierno son centrales, y no comunes, y porque, como consecuencia, las instituciones de autogobierno no tienen ni voz ni voto en la definición de las políticas públicas que luego tienen que aplicar. Claro que si eso es así, la solución no puede ser sino multilateral, y el instrumento de corrección adecuado no es el Estatuto, sino una reforma constitucional que dé plenitud al federalismo incompleto ahora existente. La diferencia entre un proyecto político progresista y la propuesta catalana es precisamente ésta.

Difícil papeleta tienen ahora tanto el Congreso como el Parlament, porque llegar a un acuerdo en el que nadie quede desairado, imponer en Madrid el seny que ha faltado en Barcelona no va ser ni rápido, ni fácil.

Corolario: es un mal proyecto, no porque sea inconstitucional, sino porque mira al pasado y por ello está mal concebido.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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