El buen virus
Estamos rodeados, nos envuelven como el aire y el agua a los peces, los respiramos y damos posada en nuestro organismo, al que traicionan y atormentan. Los hay que martirizan la actividad laboriosa y otros se deslizan en el ordenador, cuando no hace tres días que le hemos dotado de la enésima protección. Llegado el otoño acecha el microbio de la gripe, la calentura perversa que nos clava en la cama, el catarro inesperado y sabe Dios cuántas más adversidades. No es afán de señalar, pero la estación que vivimos ahora los madrileños no es la misma que antaño. Octubre y noviembre fueron periodos de dulce estabilidad, con noches frescas, sí, pero jornadas cálidas y agradables al sol del mediodía y a la templanza de las tardes. Este septiembre pasó dubitativo, oscilando entre calores aún estivales y madrugadas heladoras, extraña secuela de un verano caluroso y yermo como en cualquier mala época de la pertinaz sequía. Algo que excitó la sorna de nuestros mayores fue la manía del dictador por construir embalses y pantanos: El Rana le llamaban, porque daba saltos de charco en charco. Hay que convenir que las dictaduras no son tan rematadamente malas que carezcan de algo aprovechable y duradero.
"Lo mejor de Madrid, su otoño", era la confidencia que vertíamos en el oído forastero, con plena sujeción a la verdad. Las terrazas de los bares prolongan su vigencia, a veces, bajo los troncos menos guarnecidos de los plátanos o las acacias. Por cierto, con oscuros designios, se promueven protestas porque, en algunos lugares, se talen tantos o cuántos ejemplares arbóreos, cuando ése no es, ni de lejos, problema que afecte a las necesidades de la Villa. Lo repetimos con legítimo orgullo, a quien nos quiera escuchar: nuestra ciudad es la mejor arbolada de Europa y creo que la segunda capital del mundo. No hay más que circular por sus calles o contemplar los gruesos trazos verdes que las entrecruzan, cuando regresamos por el aire. Tenemos árboles para parar un tsunami, en el caso imposible de que una ola trepara por las cordilleras.
Nos dicen -aunque con floja convicción, ciertamente- que la gripe de este año es más benigna que las anteriores, de lo que debemos felicitarnos no sólo individualmente, sino social y laboralmente, en la medida que el absentismo provocado por la epidemia anual influye en ese apartado de la competitividad en el que tan flojos andamos. Hasta la fecha apenas se menciona la amenaza de la gota fría en el Levante, con la pavorosa perspectiva de inundaciones y daños en la sementera. Poco se puede hacer, salvo prevenir, en lo posible, las consecuencias que siempre nos sorprenden como auroras boreales. Ya está distribuida la vacuna antigripal, sin el tenaz anuncio de otras veces ni la perversa intensidad que sorprenda a parte de los ciudadanos descuidados en su previsión.
Este año hay una novedad, al menos en el centro de salud que me corresponde: es precisa la cita previa, algo que de una parte agiliza la aplicación de las vacunas, pero incide en la distribución del tiempo que la población activa dedica a este importante menester. Resulta comprensible que la sanidad se administre en horas de oficina, aunque ello comporte molestias para el contribuyente. El horario laboral ante todo y no sometido al capricho y a las veleidades o conveniencias del asegurado social.
A estas alturas nadie sabe cuándo hay que ponerse el sayo ni cuando sacar la camiseta del cajón o echar las mantas sobre la cama. Un ordenamiento prematuro de los armarios deja fuera de circulación la ropa de verano necesaria en el meridiano de la jornada, pero insuficiente cuando las sombras, cada vez más adelantadas, enfrían el ambiente. Por afortunado designio los madrileños nos encontramos fuera de las pavorosas áreas de los terremotos y ciclones, de cuyas temibles consecuencias apenas registran débiles ecos los sismógrafos. Situación meramente transitoria, pues con las entrañas de la Tierra no caben predicciones firmes a largo plazo. Ahí tenemos a la vecina Lisboa, destruida por un terremoto en 1775, y el hecho de que, hasta ahora, nuestra zona se haya mantenido incólume, para algún espíritu pesimista no haría sino aumentar las posibilidades de que lo que nunca ha ocurrido llegue a suceder, sin remisión.
De momento, vigilemos al microbio de la gripe del que no podemos fiarnos ni un pelo. Vacúnese quien aún no lo haya hecho y afrontemos lo por venir con el mejor estado de ánimo posible.
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