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Tribuna:OPINIÓN | Apuntes
Tribuna
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Vuelve el paisaje

Si hasta ahora, en nuestro país, el paisaje no había tenido nunca un tratamiento adecuado en los ámbitos académico, formativo y profesional, la verdad es que las cosas están cambiando. En los últimos años han aparecido en la universidad iniciativas interesantes que intentan, en la medida de sus posibilidades, cubrir las históricas lagunas que arrastramos en este ámbito formativo. En efecto, másters, postgrados, cursos de especialización, bienales, grupos de investigación y publicaciones especializadas, entre otras propuestas, empiezan a llenar mínimamente el vacío de la formación paisajística de profesionales procedentes de campos muy diversos. Hay aún mucho camino por recorrer en este terreno, pero se ha comenzado a dar los primeros pasos.

El paisaje es un excelente indicador para valorar el nivel de cultura, de civilidad y de urbanidad de un territorio. Los países cultos, civilizados y educados suelen gozar de unos paisajes armónicos y ordenados. No me refiero, obviamente, a los paisajes naturales o de escasa incidencia antrópica, sino a los paisajes totalmente humanizados, ya sean rurales o urbanos. Y eso es así porque en estos países se ha comprendido desde hace tiempo -y se ha actuado en consecuencia- que el paisaje es la proyección cultural de una sociedad en un espacio determinado. Y no solo en lo referente a su dimensión material, sino también a su dimensión espiritual y simbólica. Se ha entendido y asumido desde hace tiempo que el paisaje tiene una dimensión cultural, patrimonial e identitaria excepcional, sin que ello implique dejar de intervenir y de modificarlo.

El paisaje, en efecto, es algo vivo, dinámico y en continua transformación, capaz de integrar y de asimilar con el tiempo elementos que responden a modificaciones territoriales importantes, siempre y cuando estas modificaciones no sean bruscas, ni demasiado impactantes, ni avasallen los elementos básicos que han dado continuidad histórica a aquel paisaje. El problema no radica en la transformación per se del paisaje, sino en el carácter e intensidad de esta transformación: he aquí el quid de la cuestión. No siempre se sabe alterar, modificar, intervenir sin destruir. Y cuando se destruye un paisaje, se destruye la identidad de aquel lugar. Y destruir la identidad de un lugar es éticamente reprobable, tan reprobable como menguar la biodiversidad del planeta. La distinción entre evolución y destrucción de un paisaje no es de matiz: es de fondo, porque tiene un elevado componente ético.

¿Cuál es la situación en España en este terreno? ¿Nos podríamos calificar de cultos y civilizados considerando el tratamiento que hemos dado y damos a nuestros paisajes? No demasiado, la verdad sea dicha. En este país hemos asistido a una curiosa paradoja en las últimas décadas: en el momento preciso en el que muchas ciudades -grandes, medias y pequeñas- enjuagaban la cara a sus centros históricos y ensanches más significativos, e incluso a muchos barrios periféricos, el resto del territorio se degradaba. Hemos sido capaces de pensar la ciudad, pero no el resto del territorio; hemos actuado con acierto sobre la ciudad, sobre el espacio urbano construido, pero no sobre el resto del territorio, aquél que se extiende más allá de los muros imaginarios de la ciudad compacta. Hemos aprendido a conservar el patrimonio histórico y monumental de decenas de cascos urbanos centenarios, sin que ello haya impedido avanzar en la experimentación de nuevas formas arquitectónicas y urbanísticas, pero no hemos sido capaces de hacer lo mismo con la excepcional variedad de paisajes no urbanos.

La dispersión del espacio construido y, muy especialmente, la urbanización difusa ha provocado una fragmentación territorial y paisajística preocupante. El crecimiento urbanístico desorganizado, espacialmente incoherente, desordenado y desligado de los asentamientos urbanos tradicionales está destruyendo la lógica territorial de buena parte del país. Esta dispersión del espacio construido, junto con la implantación de determinados equipamientos e infraestructuras, así como la generalización de una arquitectura de baja calidad estética -en especial en las áreas turísticas-, ha generado unos paisajes mediocres, dominados cada vez más por la homogeneización y la banalización. La uniformización y la falta de calidad y originalidad de los tipos de construcciones mayoritarias ha generado en muchos lugares un paisaje insensible y lleno de inautenticidad, en especial en los espacios suburbanos, periféricos, de transición, en los que la sensación de batiburrillo y de desconcierto se vive con más intensidad. Hemos asistido, en definitiva, a la emergencia de territorios sin discurso y de paisajes sin imaginario.

El ritmo de degradación de nuestros paisajes ha sido intenso y por eso conviene actuar con determinación y rapidez. Aún estamos a tiempo a enderezar la situación, sobre todo si somos capaces de reconocer que en estos momentos nos es vital una nueva cultura de la ordenación territorial basada en la gestión prudente y sostenible de los recursos naturales, en un tratamiento nuevo e imaginativo del suelo no urbanizable y del paisaje en su conjunto y en una nueva forma de gobierno y de gestión del territorio basada en el diálogo y la concertación social. Una nueva cultura territorial que exigirá sin duda elevadas dosis de sensibilidad paisajística, las necesarias por lo menos para dar la vuelta algún día a la frase que Julien Gracq escribió hace tiempo: "Tantas manos para transformar este mundo, y tan pocas miradas para contemplarlo".

Nunca como ahora se había hablado tanto de paisaje, y ésta es una constatación excelente. Hay muchas razones que lo explican: la concienciación ambiental de los últimos años (que ha beneficiado indirectamente al paisaje, hasta ahora la cenicienta del universo territorial-ambiental), la extensión galopante de la ciudad dispersa vinculada al extraordinario apogeo del sector inmobiliario y de la construcción (que ha disparado todas las alarmas), una mayor sensibilidad -también estética- por parte de determinados grupos sociales capaces de crear opinión, la elaboración por parte del Consejo de Europa de un documento-declaración de intenciones que ha tenido una gran difusión y excelente receptividad (me refiero al Convenio Europeo del Paisaje), y, también, el papel relevante que el paisaje tiene y ha tenido en la formación, consolidación, mantenimiento -y creación, no nos olvidemos- de identidades territoriales.

El paisaje es, cada vez más, un tema de interés general que trasciende los ámbitos especializados en que hasta ahora se había recluido y se está convirtiendo en una pieza fundamental de muchas políticas de ordenación territorial e, incluso, de políticas más sectoriales de carácter social, cultural y económico. Lenta y discretamente, empieza a hacer mella la idea -acertada- de que un entorno atractivo, afable y armonioso genera una agradable sensación de bienestar, que aumenta notablemente la calidad de vida de los ciudadanos. No es nada más que lo que constata la Convención Europea del Paisaje cuando afirma: "El paisaje es un elemento importante de la calidad de vida de las poblaciones, tanto en los medios urbanos como en los rurales, tanto en los territorios degradados como en los de gran calidad, tanto en los espacios singulares como en los cotidianos".

Joan Nogué es director del Observatori del Paisatge de Catalunya y catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Girona.

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