El arte del perdón
El otro día vi las imágenes de la visita del primer ministro japonés Junichiro Koizumi al santuario sintoísta de Yasukani, en Tokio, para rendir homenaje a los soldados muertos en actos bélicos y también a algunos ejecutados como criminales de guerra después de la Segunda Guerra Mundial. La ceremonia era austera y hermosa, con momentos de lo que los occidentales acostumbramos a llamar recogimiento y los orientales, meditación. Pero la visita de Koizumi, que se repite cada año desde que es primer ministro, causa polémica en Japón y escándalo en el exterior. Parece, no sin razón, una apología del imperialismo japonés. En Estados Unidos no hace ninguna gracia y China ya ha proclamado repetidamente su indignación por ese recuerdo sacralizado de la potencia militar que la invadió brutalmente.
Ambas actitudes están justificadas y, sin embargo, tienen mucho de hipócrita. Este verano estuve atento a las reacciones americanas ante el sesenta aniversario de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki y no hubo ningún arrepentimiento oficial en relación a aquellos 200.000 cadáveres. Estados Unidos nunca ha pedido perdón por uno de los actos más monstruoso del siglo XX y además sigue exhibiendo, en museos y manuales, aquel delito como una gesta. En la misma línea tampoco ha aprovechado el treinta aniversario del fin de la guerra de Vietnam para autocriticar oficialmente su intervención en este conflicto, uno de los más sangrientos de que se tiene memoria, con tres millones de muertos, y un verdadero laboratorio para el uso de armas químicas de destrucción masiva. Por su parte China no ha tenido la tentación de reconsiderar su cruel ocupación del Tíbet ni, por supuesto, ha realizado una revisión en profundidad de la sanguinaria deriva de su propio totalitarismo político. Nadie ha contado todavía los prisioneros muertos en las largas décadas del maoísmo y, desde fuera, dadas la envergadura y el mercado chinos, nadie insiste demasiado en la cuestión. Aún hoy día cada año millones de personas forman largas filas en la plaza Tianamen de Pekín para penetrar en el mausoleo de Mao y honrar la figura de uno de los peores dictadores que hayan existido.
A este respecto otra de las grandes monstruosidades del siglo pasado se proyecta, impune, sobre el nuestro cuando observamos el talante moral de la política rusa. Hace un año tuve la ocasión de visitar en Moscú un museo que ni siquiera mis amigos moscovitas conocían. Se llamaba Museo del Gulag aunque la sensación que podía tenerse al salir era que también podía llamarse Museo de la Vergüenza dada la burla que significaba aquel local, aparentemente el único dedicado al tema: un piso miserable que, más que dignificar y rehabilitar a las víctimas, hundía la memoria en una página lúgubre de Dostoievski o Andreiev. Por unos cuantos rublos el pobre mantenedor del museo te guiaba en un recorrido por cuatro habitaciones, destartaladas y sórdidas, en las que se amontonaban los espectros de veinte millones de víctimas. La subvención oficial daba únicamente para esto, la mejor manera de amordazar un recuerdo que, de tenerse en cuenta, socavaría la placidez cínica con que transcurre la vida de personajes como Putin.
La cadena que engarza las deudas es casi infinita. Rusia debería pedir perdón a los países que invadió durante dos siglos antes de hacerlo con sus propios ciudadanos. Algo similar le correspondería a China. Estados Unidos podía haber aprovechado la reciente efeméride para contemplarse en el espejo del crimen de Hiroshima. Y en Japón Koizumi podría ir a otras bellas ceremonias para arrepentirse de los desmanes militares de su país.
Se argüirá que si estos países tienen graves deudas -a menudo con sus propios ciudadanos- otros también las tienen. Y es cierto. Los grandes las tienen todos y con frecuencia los pequeños también, si una vez fueron grandes. Las potencias europeas arrastran sin duda la culpa de las destrucciones coloniales y si viajáramos hacia el pasado deberíamos hacerlo en ese tren de la culpabilidad que hemos camuflado bajo la denominación Historia. Quedándonos en las estaciones todavía cercanas se me ocurren dos ejemplos de actualidad: Turquía y Arabia Saudí. Turquía sigue impune respecto al genocidio armenio que avivó el horror inicial del siglo XX y Arabia Saudí goza de igual impunidad en relación al terror fanático que ha contribuido a desatar en estos últimos años. Ninguno de estos países ha pedido perdón.
Si no estoy equivocado sólo hay un país que ha pedido y continúa pidiendo perdón: Alemania. Es importante recordarlo en toda su complejidad. Un paseo por los menhires del Memorial del Holocausto en Berlín es una buena oportunidad para hacerlo. No hay duda de que con el nazismo Alemania tuvo el siniestro honor de adornarse con la perla negra de las monstruosidades, pero quizá sería ya hora de admitir que en la reiterada y oficial asunción de la culpa por parte de los alemanes posteriores hay una lección extremadamente útil para el futuro. En este sentido, no tendría que dejarse sola a Alemania como nación culpable porque existiría -si es que no existe ya- el riesgo de que los más jóvenes dejaran de entenderlo.
Sería, por tanto, de agradecer que junto a la culpa alemana hubiera un reconocimiento de la expiación alemana, es decir de la creación inédita de una cultura basada en la asunción de la propia responsabilidad en un crimen colectivo como sin duda lo fue el genocidio nazi. Durante varias generaciones los alemanes, al menos mayoritariamente, han integrado en su vida pública la memoria del delito y, pese a todos los intentos revisionistas, así se refleja en su simbología y política oficiales.
Ahora bien, esta actitud se reforzaría si la memoria alemana del propio delito tuviera una cierta compensación con la crítica de otras conductas delictivas e injustificables que indiscriminadamente fueron cometidas contra los alemanes. Ha debido pasar más de medio siglo para que empiece a analizarse la brutalidad sin sentido bélico de los bombardeos aliados de Hamburgo y Dresde; e igual período de tiempo, para que salgan a la luz las tropelías soviéticas durante los meses finales de la guerra. La maldad alemana ha sido considerada tan gigantesca que ha convertido en tabú la maldad de los demás. Pero si uno lee por ejemplo Una mujer en Berlín, libro de autora anónima recientemen-te editado por Anagrama, comprobará que hubo "otra maldad" porque 110.000 berlinesas fueron violadas en tan solo una semana en un acto de pillaje casi mantenido en secreto hasta hace poco. También hubo "otra maldad" en Hamburgo y Dresde.
El Memorial del Holocausto es necesario, justo y exigible. Pero con el tiempo perderá valor si en el virtual museo del horror se mantiene el desequilibrio iconográfico actual. Mientras Alemania exhibe su gigantesca mancha en el corazón de Berlín, Estados Unidos se enorgullece de su hazaña nuclear en el Museo del Ejército de Washington, China honra el totalitarismo en el mausoleo de Mao en Pekín, Japón rinde homenaje a sus criminales de guerra y Rusia disimula su despotismo en un miserable piso dostoievskiano. Es difícil romper la cadena de las deudas porque se halla protegida por la cadena de las complicidades, pero si con la de los Derechos Humanos llegáramos a formular una Declaración Universal de los Deberes Humanos -la única que daría efectividad a aquélla- no hay duda de que el arte de pedir perdón ocuparía el primer capítulo del texto. Cito de memoria, y no sé si el autor era chino o japonés, aunque también podría ser ruso o americano, árabe o turco: "Para sentir el orgullo de la libertad hay que dominar antes el arte de pedir perdón".
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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