De la pintura cóncava
Concluía Ramón Gaya el Homenaje a Velázquez -publicado en 1945, durante su exilio mexicano, en la revista El hijo pródigo y rescatado finalmente, junto con los otros textos sobre el maestro sevillano, en la edición definitiva del fundamental Velázquez, pájaro solitario-, en estos contundentes términos: "Porque el arte no es, como se pensó, una corporeidad, sino una concavidad".
Y así parece haber decidido que fuera su propia pintura, evocación de lo incorpóreo, captación fugaz del rastro evanescente que lo vivido deja en la concavidad de la memoria. Cosa que, en efecto, su pintura fue y desde época bien temprana, como al menos lo era ya en 1934, una vez soltado el lastre de la curiosidad algo más vanguardista de los años veinte, en aquella acuarela que fija la huella de Cernuda -el torso desnudo, pantalón blanco- tumbado en una playa almeriense. Y como seguiría siendo en las ondulantes aguas de las vistas de Chapultepec o en el arco que el puente de la Academia traza sobre Venecia diluida en la lluvia, en el destello de la porcelana y el cristal, o en el nacarado temblor de las rosas de sus bodegones, y al igual que en la estancia tantas veces desdoblada en el espejo. Pintura cóncava pues, como cóncavo resulta el perfil interior de las mónadas, el espacio encendido con el brillo de las cosas esenciales.
Una pintura por supuesto, la de Gaya, empeñada en la persecución de esa cosa tozudamente esquiva que son las esencias y que parece demandar el despojamiento radical que el pintor habría de destilar en esa singular manera como acuarelada que, a decir de Julián Gállego, distingue su dicción en cualquiera de las técnicas empleadas. E idéntica resulta la aristocrática pulsión esencialista que impregna el ideal artístico que puso en escena, mucho más allá de las palabras, con la larga serie de homenajes que dedicó en el curso de su trayectoria a los maestros que poblaban su particular Olimpo.
Un censo en el que transitan una y otra vez, ocasionalmente con la visión de un interior de museo, casi siempre en el secreto diálogo que una lámina distintiva establece con los objetos en un rincón del estudio, junto a otros tantos, los Rembrandt, Carpaccio, Tiziano, Murillo, Constable y Masaccio, Seurat, Cézanne o Van Gogh, Hirosighe junto a Utamaro, Fattori, Rosales, Picasso como el propio Solana, y el primero de todos, claro está, aquel pájaro solitario de tan alto vuelo, Velázquez. Nombres que señalaban "lugares donde el arte estuvo", escenarios vacantes, enclaves de añoranza, que el maestro murciano acechó incansablemente en su cóncava pintura.
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