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¿Leyes contra los hombres?

Parece poco razonable pensar que una ley se pueda diseñar en contra o a favor de los hombres o de las mujeres; más bien se debiera entender que toda norma se debe siempre a la creación de un proyecto de sociedad más justa, de acuerdo con los valores que la misma considera adecuados para una convivencia pacífica. En este sentido, la entrada en vigor de la nueva Ley Orgánica de Medidas de Protección contra la Violencia de Género ha puesto de manifiesto la disparidad de criterios y valores que entran en juego ante una regulación tan compleja como ésta.

En el curso de este año son ya 60 las mujeres muertas a manos de sus parejas o ex parejas. Este dato debe hacernos reflexionar a toda la ciudadanía y nos exige un esfuerzo por reconocer que vivimos en una sociedad que debe transformar sus hábitos, modelos educativos y contextos de discriminación. La nueva Ley se ha construido sobre una premisa básica y decidida de forma unánime por el Parlamento, como es la discriminación positiva de la mujer maltratada. Todo su desarrollo normativo se basa en ese impulso desigualitario de carácter transitorio que tiene como fin generar igualdad hasta que cambie esta situación a la que nos referimos.

Uno de los debates que mayor repercusión mediática ha tenido en la materia ha sido el planteamiento, desde algún sector de la propia Judicatura, de la posible inconstitucionalidad de la aludida acción positiva aplicada al ámbito del derecho penal; es decir, el hecho de que una misma acción se haya configurado por el legislador como falta y como delito, según el sujeto activo que la realice, otorgando mayor pena a la conducta realizada por el hombre contra la mujer. Efectivamente, un Estado de Derecho exige un equilibrio entre el principio de igualdad y el de proporcionalidad, conjugado con la obligación de los poderes públicos de eliminar todos aquellos obstáculos que impidan una realización efectiva de los derechos fundamentales; es decir, tanto el del hombre a no sufrir una desigualdad por razón de su sexo, como el de la mujer a no soportar situaciones vejatorias y violentas por esa misma condición de género. La duda que inmediatamente nos asalta es la de pensar si éste es un instrumento legal adecuado para atajar de raíz este problema. Por esta razón, sea cual sea la respuesta del Alto Tribunal, parece por todos comprensible que la configuración de un derecho penal preventivo y el uso del proceso penal como vías para lograr una transformación social y cultural no son plenamente garantistas, convincentes y eficaces, aunque en este caso puedan ayudar a sacar a la luz las coacciones y amenazas que se han evidenciado como la antesala de unos actos de violencia física y sometimiento psíquico de algunas mujeres.

Frente a esta situación, se echa en falta que en los medios de comunicación se comience a oír hablar de la parte más positiva y acertada de la nueva Ley, es decir, del conjunto de medidas sociales, educativas, laborales y administrativas. El Gobierno acaba de hacer una dotación económica importante pero insuficiente y que, desafortunadamente, dista mucho de las necesidades reales. Ello se traduce en una sensación de impotencia e insatisfacción de los nuevos Juzgados de Violencia sobre la Mujer, la Fiscalía del mismo nombre, abogados y auxiliares que se sienten desbordados, mientras asistimos atónitos a un reproche mutuo entre Gobierno central y Comunidades Autónomas por el incumplimiento de las competencias que tienen atribuidas para el desarrollo de esta Ley. En consecuencia, quienes pagan los fallos del sistema siguen siendo la víctima y el presunto agresor, cuyos derechos y garantías a menudo aparecen un tanto difuminados. Igualmente, en este esfuerzo por solventar el conflicto, deberíamos plantearnos si sería eficaz emplear a fondo todos los medios posibles para evitar el riesgo de las denuncias falsas y apercibir a ambas partes del proceso de las posibles consecuencias del quebrantamiento de la medida cautelar o de la condena; en asegurar de forma eficaz y garantista las pocas fuentes de prueba que suelen existir en estos procesos; en comprometerse a lograr la efectiva rehabilitación del maltratador y en dar soporte a la víctima para que rompa esa mal entendida relación afectiva con su pareja, etc. Convencer a la sociedad de que las cosas están cambiando y que la desigualdad legalmente generada ha sido necesaria para lograr asimilar el mensaje de tolerancia cero pretendido, impone a las diferentes Administraciones un empeño de recursos y de eficacia en la gestión que dista mucho de lo que se puede esperar de un futuro pronunciamiento del Tribunal Constitucional o del propio proceso penal. Esta idea se traduce en un esfuerzo real que vaya más allá de lo penal y, por supuesto, más allá de las leyes hechas a favor o en contra de los hombres y las mujeres.

Elena Martínez García es profesora Titular del Departamento de Derecho Procesal de la Universitat de València.

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