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Crónica y profecía de un pacto

En democracia, los periodistas crean la opinión pública y los políticos suelen confundirla con la opinión publicada. Entre ambos hay un pacto tácito: el apoyo informativo a las estrategias, tácticas e imagen de los líderes a cambio de que éstos aporten suculentas noticias para pasto del público y mayor lucro de las empresas mediáticas. El debate sobre el Estatut en Cataluña y en toda España no escapa a esta regla de la democracia comercializada. Escasísimos y casi imperceptibles han sido los comentarios objetivos que han cumplido el deber periodístico, en momentos tan serios, de formar una opinión fundamentada y correcta. Ha predominado el atizar morboso del conflicto partidista; después, el reproche sin distinciones a todas las partes enfrentadas, para acabar criticando el desconcierto provocado en la ciudadanía por los políticos, cuando han sido los propios medios de comunicación los desconcertantes. Se da por descontado que al personal le agrada cualquier riña de gallos y que se excita fácilmente con la erección de sentimientos irracionales. Como dijo Lope de Vega, "pues lo quiere el vulgo, habladle en necio para darle gusto". El periodismo madrileño, tan influyente en toda España, se ha llevado la triste palma de ese atizar, con matices pero sin excepción; desde la desconfianza maliciosa hasta la mentira y el insulto. La reciente encuesta del Instituto Opina es una clara muestra de cómo reproducen los ciudadanos la opinión, contraria al proyecto estatutario, de los comentaristas madrileños, coincidente en graves puntos con el PP. El 44,9% cree que deben modificarse los actuales estatutos de autonomía, pero el 44,5% no cree que Cataluña necesite uno nuevo. El 53,2% cree que el Estatuto catalán pone en peligro la unidad de España (¡gran barbaridad!) y el 48,8% está de acuerdo con la idea del PP de reforzar el Estado y sus competencias. La mayoría cree que el presidente Zapatero saldrá debilitado tras las reformas estatutarias. Como guinda, el PP acorta su distancia frente al PSOE. Leída la encuesta, se deduce que el Estatuto catalán amenaza la continuidad en el poder de los socialistas, que es la tenaz intención del PP.

En Madrid no pasará nada con el Estatuto que no sea racional y previsible. El presidente Zapatero podrá con todos, amigos y enemigos, sencillamente porque impondrá como lo más natural del mundo un debate claro y sincero

Mi crónica del pacto estatutario en Cataluña pretende ir al fondo real de los problemas que suscita en España. El presidente Maragall ha sido el blanco apuntado por la rencorosa rival Convergència i Unió, un PP rendido al aznarismo y la saltarina lealtad de cierto sector de ERC. En CiU, algunos buscaban también la derrota del señor Mas. Por eso él cedió ante el PSC, pese a fingir, para salvar la cara, que fue al revés. ERC, tras provocar una súbita complicidad con CiU que dio alas a ésta para apretar más a Maragall, volvió a dejar en la estacada a su rival en votos nacionalistas para demostrar que el presidente del tripartito había sido salvado una vez más por sus leales compañeros de viaje. Los intentos, nada nuevos, de puentear a Maragall yendo Mas a ver a Zapatero o amenazándole de no apoyar por la izquierda los presupuestos estatales, pretendían, de no lograrse el fracaso maragalliano, dar al menos la impresión de que los decisivos artífices del Estatuto que se apruebe en Madrid, sea el que sea, son los nacionalistas de uno u otro bando y no los socialistas catalanes.

El PSC sabe con qué frágiles apoyos cuenta en un PSOE al que sólo puede poner firme su único apoyo en el poder alcanzado: el presidente del Gobierno. No tenía el PSC otra posibilidad ni misión que frenar a sus propios jacobinos propiciando un Estatuto tan ambicioso como jurídicamente viable. De ahí su buen recibo del dictamen mayoritario del Consejo Consultivo y su firmeza nada sectaria, aunque para salvar el Estatut se arriesgó a tolerar algo de lo que imponían los imprescindibles votos de CiU. Si vio en los nacionalistas una malévola o hipócrita voluntad de fracaso, que había que impedir, fue porque todos ellos sabían de sobras que muchas de sus propuestas eran inconstitucionales, pues múltiples informes técnicos de los últimos años habían advertido sobre qué propuestas exigían una reforma previa de la Constitución. No es cierto, por tanto, que todos los partidos fueran culpables de los tediosos episodios conflictivos del culebrón estatutario y su dramático suspense final. Pero Maragall y el PSC tenían que pagar, no faltaría más, su cuota en el desprestigio de la política, algo que siempre beneficia a la derecha cuando la izquierda gobierna.

Tras la crónica de tanta jugarreta anunciada va mi profecía sobre el difícil parto de un Estatuto pactado y bien pactado, mal que le pese a la pretensión separatista de destruir España que tiene el señor Rajoy-Aznar. En Madrid no pasará nada que no sea racional y previsible. El presidente Zapatero podrá con todos, amigos y enemigos, sencillamente porque impondrá como lo más natural del mundo un debate claro y sincero, aunque sigan las retóricas de cara a la galería. Forjará un pacto razonable dentro del respeto a la Constitución, lo cual no impedirá que ciertas decisiones políticas harto discutibles pretendan cubrirse falsamente con la respetable túnica constitucional. En último término, cada partido catalán se proclamará factor decisivo en el logro alcanzado, por mucho que todos sepan lo obvio: desde la caída del PP y de CiU de sus respectivos gobiernos no habría habido nuevo Estatuto sin la decidida voluntad de dos políticos audaces y sensatos: Zapatero y Maragall. Ya veremos, en la campaña del posterior referéndum, con qué grado de entusiasmo anima cada partido a votar y qué argumentos dan los del inevitable "Sí, pero...". En todo caso, la prensa madrileña cesará en su inquina por un tiempo y el PP no se atreverá a desaparecer de Cataluña. Es decir, no recurrirá ante el Tribunal Constitucional el Estatuto refrendado por los catalanes, aunque, eterno bocazas, amenace con ello.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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