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Columna
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Fenómenos

La especulación inmobiliaria parece ya una cosa eterna. El semanario italiano L'Espresso, que celebra estos días sus 50 años, difundía en sus primeros números una investigación sobre delitos urbanísticos en Roma, en 1955, y lanzaba una consigna: Capital corrupta=Nación infecta. Aquí, medio siglo después, el negocio desborda la capital y está en todas partes, para el bien de la comunidad, se nos dice: la construcción es el principal generador de dinero.

Algunos creen que la función política consiste en meter por cualquier medio dinero en los pueblos, empezando por uno mismo, alcaldes y concejales y allegados. Es una visión horrorosa de la política, pero coincide con lo que una mayoría de ciudadanos intuye como realidad actual. Por eso ejercen tanta atracción sobre el público esos concejales de la provincia de Sevilla supuestamente vendidos a inversores inmobiliarios: casos así confirman nuestros peores prejuicios. Y es estupendo que se nos dé la razón, aunque sea en asuntos feos, feísimos. Ahora la policía comunica que, según sus investigaciones, dos urbanizaciones de Mijas, 132 apartamentos y chalés, a 166.000 euros el apartamento de un dormitorio, se financiaban con estupefacientes. Supongo que la inversión, de 40 millones de euros en total, habrá hecho mucho bien en la comarca. El sitio cae por Riviera del Sol, que suena a orquesta de playa tocando música francesa, Capri c'est fini, en 1970, en Torremolinos.

Todo esto crea un paisaje horroroso, no sólo moral, sino físico, material, un paisaje de edificios espeluznantes. El señor que cumplía la misión de sobornar a una concejal de Camas le ofreció, como un demonio comprador de almas, vida económicamente eterna y feliz para sus hijos y para 20 generaciones más. No mentía: estas especulaciones ejemplares llevan 40 o 50 años modificando el paisaje de 20 generaciones futuras.

Otras noticias vienen estos días a alimentar otra opinión aparentemente mayoritaria: las migraciones actuales son un peligro para nosotros. Mientras los navegantes clandestinos se desplazan del oeste de Andalucía al este, a las costas de Granada, para eludir la vigilancia, y el viernes, en Almuñécar, la Guardia Civil capturaba una barca con 53 marroquíes, aquellos que ni siquiera pueden huir de África por mar asaltan las fronteras de Ceuta y Melilla, es decir, de España y Europa, después de atravesar el desierto del Sáhara, Libia, Argelia y Marruecos. Estos intentos de salvar la valla producen una impresión de invasión, casi guerrera, frente a ejércitos movilizados en Marruecos y España para protegernos contra bandas de negros desvalidos.

Oigo y leo sobre el fenómeno distintas opiniones, tanto favorables a la apertura de todo cierre fronterizo, como partidarias del cierre total. En el fondo coinciden todos los opinantes, los que proponen más movilización militar, mayor control en Marruecos, inversiones en África o, incluso, abrir las fronteras para que quienes entren puedan salir y no sientan la tentación de quedarse aquí fuera de la ley. Todos los opinantes persiguen un mismo fin: librarse, en lo posible, de los forasteros.

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