Este sórdido laberinto
Me prometo a mí mismo escribir lo menos posible sobre la cuestión candente entre las candentes: El Estatuto catalán. Muy buenos expertos tiene este periódico y a ellos me remito para sentirme liberado.
Escribí hace unas semanas en esta columna semanal: "Federalismo, sí; anacrónicos bodrios confederales, no". Los grandes ejemplos de confederaciones son asunto caducado del siglo XIX. Suiza se llamaba Confederación Helvética hasta convertirse en Estado federal en 1848. La Confederación Germánica duró hasta 1871, año del nacimiento, si la memoria no me la juega, de Alemania. Hoy, la CEI, producto de la fragmentación de la Unión Soviética, es sólo un nombre, mientras que la Commonwealth británica es agua de borrajas.
En 2001, los partidos catalanes, con la excepción del PP, presentaron en sociedad las líneas maestras de un Estatuto que tenía mucho de confederal y no poco de independentista. Maragall también firmaba el documento. Con el tiempo desaparecieron las aristas más cortantes del mismo y en los últimos veinte meses el texto final se ha debatido "ferozmente"; entrecomillo porque no faltan quienes piensan que tanto debate sólo ha sido un paripé con obvios fines políticos. La víctima será Zapatero, quien perderá aunque gane, mientras que Rajoy y su tropa ganará aunque pierda esta batalla. Pues quede como quede el Estatut siempre habrá flecos a magnificar. De momento, la valoración de Zapatero en las encuestas disminuye; y según el pulsómetro de la SER, la ventaja del PSOE se ha reducido a dos puntos.
Muy inquietante para Zapatero debería ser la opinión de los columnistas habituales de EL PAÍS. Doy ejemplos: Maragall el auténtico, de la espléndida Soledad Gallego Díaz (1 de octubre); ¿Adónde va Catalunya?, de Antonio Elorza (1 de octubre); Riesgos y oportunidades, de Joseba Arregui (3 de octubre); ¿Ahora o nunca?, de Miguel Ángel Aguilar (27 de septiembre); Liderazgos, de Enrique Gil Calvo (3 de octubre); Un modelo con aroma a Concierto, de Emilio Alfaro (3 de octubre). No son ni serán los únicos, pero bastan para encoger el ánimo de quienes en modo alguno desean que el PP se alce con la victoria en las generales. Algo muy verosímil, gracias a un Estatuto entre confederal y soberanista que el señor Maragall se trae bajo el brazo, con la cantinela de que tal documento es federalizante.
Maragall es un portento en el que uno encuentra de todo, incluso contradicciones flagrantes. En una entrevista afirma que nación y nacionalidad son una y la misma cosa, o sea, términos sinónimos. Si esto es así ¿a qué tal empeño en cambiar uno por otro? PP, PSOE, jueces, militares, y una legión de ciudadanos se suben por las paredes en virtud de un cambiazo (nación por nacionalidad) y este señor se empecina en que ambos términos son la misma cosa. Escribe Soledad Gallego-Díaz, en su citado artículo Maragall el auténtico, "El escenario perfecto hubiera sido un balcón sobre la plaza de Sant Jaume. Pasqual Maragall hubiera salido y hubiera proclamado con los brazos abiertos: Declaro a España Estado federal... Es muy posible que estuviera cumpliendo un sueño antiguo: comunicarnos a todos los españoles qué debemos ser y cómo serlo". Escribió hace años The Economist, que los vascos quieren salirse de España, los catalanes to run it (gobernarla). Pero del artículo de Gallego Díaz se desprende que nos quieren dirigir como si fuéramos colonia.
Elorza: "El nuevo Estatuto pone en marcha un poder catalán asentado en una tradición estrictamente nacionalista, sin mancha de españolidad alguna, y de adoptarse no lleva en modo alguno a un régimen federal, sino a un Estado dual, con un recinto de soberanía propia para Cataluña, que no excluye su intervención en las decisiones del Gobierno central y en cambio coarta de antemano cualquier "ingerencia" de Madrid en el pleno autogobierno catalán". (
¿Adónde va Catalunya?). Pero es Joseba Arregui quien mejor despliega esta idea, basándose en el discurso que llega de Cataluña. Se desprende que ésta es "exterior al Estado, a España". En uno de sus ejemplos, el de la justicia, dice que se quiere "cerrar el espacio judicial en Cataluña, de forma que aparezca como espacio distinto y paralelo al del Estado". (Riesgos y oportunidades
En estos y otros artículos que el espacio me impide citar, existe un denominador común: la tristeza. Conozco este sentimiento porque lo sentí en su día. Tristeza que es hija del desamor, de la carencia de empatía, de la meridiana verdad que, al menos entre los líderes, "Cataluña es exterior al Estado, a España", como dice Arregui. No es odio, pero sí una indiferencia interesada y hostil. España es el extranjero, tal es el sentimiento que subyace en tantos artículos como leemos estos días. Y en el Estatuto, por supuesto.
Cómo se ha llegado a eso no es cuestión que me importe demasiado. Ya no. También los sentimientos se cansan de sí mismos, y en mi caso, con cierta virulencia. De modo que de la noche a la mañana dejo de querer a quien no me quiere, que hasta ahí llega mi ardorosamente cultivado racionalismo. El paso siguiente es el desdén y el autoodio que produce el haber sido víctima de una estafa sentimental. Dicho esto hay que recordar que el caso de Cataluña viene de muy lejos y a partir de la segunda mitad del siglo XIX se nutre de vitriolo. Así, para los krausistas, con todo su liberalismo y su anticlericalismo (pero no anticatolicismo) la sierra de Guadarrama es "la espina dorsal de España"; y Castilla el anticipo de la "nación perfecta". Valiente idiotez. En la otra orilla, Prat de la Riba declaraba que la nación es anterior a la voluntad de los hombres, mientras Torras i Bages se sitúa frente al laicismo, la libertad liberal, y el industrialismo, cuna de socialistas y revolucionarios. Viva el campesinado en comunión con su parroquia. El Espíritu de ambos bandos, evolucionado con el paso del tiempo, perdura. Tal pertinacia en la tontería no la ha comprendido Zapatero, quien cree que España es recuperable para un mundo en el que no tengan cabida los trogloditas fundamentalistas del centro y la periferia. Aplastado por la una y la otra bota, si sobrevive, gritaremos asombrados, milagro, milagro. En este sórdido laberinto.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.