El confort de la guerra
Philip Roth, ese enorme novelista estadounidense, comienza el primer capítulo de su autobiografía con una idea que ayuda a vislumbrar el espíritu bélico que, en buena medida, mueve e impulsa a su país. Cuenta que cuando era niño la gran amenaza "venía de afuera, de los alemanes y los japoneses, nuestros enemigos porque éramos americanos". El primer capítulo de esta autobiografía que Roth escribió a los 55 años se titula Safe at home (A salvo en casa).
Esta idea de que Estados Unidos es un país con una enorme lista de enemigos que inquietan a sus habitantes, y que requiere de un ejército gigantesco para defenderse de los ataques, reales o imaginarios, del exterior, puede experimentarse con toda plenitud en la isla de Coronado, un curioso enclave militar en el sur de California, frente a la ciudad de San Diego, en cuyas playas conviven los soldados que se adiestran y los veraneantes que se echan al sol y se bañan en las aguas del océano Pacífico.
Los extremos de esta isla, que es en realidad una península, están ocupados por el ejército, y la vida civil se hace en la parte central, donde hay una ciudad, perfectamente ordenada y limpia, con casas, restaurantes, campo de golf, biblioteca, supermercados y hoteles; una ciudad normal donde se asienta el célebre hotel del Coronado, que es un antiguo edificio de madera donde se han hospedado todo tipo de personajes famosos, que además ha servido de plató para diversas películas; por ejemplo, Con faldas y a lo loco (traducción descabelladamente libre del original Some like it hot), que dirigió Billy Wilder y que estelarizó Marilyn Monroe, junto con Jack Lemmon y Tony Curtis. Una ciudad normal que en verano se llena de turistas que van a gozar del mar, las piscinas y el sol californianos, y que sería un destino turístico cualquiera si no fuera porque cada cinco minutos la calma estival se hace añicos con el vuelo rasante de un Harrier, o un Hornet, o un Raptor, o cualquiera de los aviones de guerra que aterrizan y despegan todo el tiempo de la isla y que vuelan justamente encima de los veraneantes que se bañan o toman el sol.
Ésta ha sido siempre, desde que hay base militar en Coronado, la dinámica del verano en la isla, pero en tiempos de guerra como ahora, la dinámica se intensifica, y el veraneante, si despierta temprano, se encontrará con tanques y vehículos anfibios maniobrando en la arena y verá las aguas del Pacífico sembradas de soldados que se adiestran para nadar discretamente, sin hacer olas que llamen la atención del enemigo.
Hace unos días desayunaba en la terraza del hotel del Coronado, con la ilusión de estar sentado en la misma silla que ocupó en su tiempo Marilyn Monroe, cuando súbitamente la playa fue invadida por un centenar de soldados que venían del mar, vestidos y armados hasta los dientes, chorreando agua por todas partes, llevando sus lanchas en vilo y entonando esos cánticos castrenses que son mitad canción y mitad grito destemplado.
Cuando me disponía a abandonar a toda prisa la silla que en el mejor de los casos pudo haber alojado a Jack Lemmon, noté que nadie, ni en el restaurante ni en la playa, se inmutaba y que esa escena violenta, que parecía extraída de una película de Coppola, no perturbó ni el desayuno ni el baño de sol de ninguno, fue tomada como una cosa que pasa normalmente en las vacaciones, un acontecimiento tan normal como chapotear en el mar a la sombra de los Harrier y los F-16. "Están aquí para protegernos", dijo una señora, e inmediatamente después regresó a su café y a su cruasán.
Esa maniobra militar, en lugar de aterrorizar a los ciudadanos estadounidenses que ahí estaban, los hizo sentir seguros, protegidos, a salvo en casa, igual que a Philip Roth cuando era pequeño y veía el mundo como niño desde la casa de sus padres en New Jersey. Este sentimiento de estar a salvo y protegidos por el ejército lo comparten millones de estadounidenses que han comprado el discurso gubernamental de que sus soldados son héroes que pelean en Irak para liberar al mundo del terrorismo y que no se detienen a mirar el cuento de las armas de destrucción masiva, ni la tentación del petróleo, ni las ganancias desorbitadas que en ciertos sectores está dejando esa guerra.
Esta simpleza de ver al ejército como una multitud de héroes y nada más se refuerza todos los días con promocionales en los medios masivos de comunicación; o con datos disparatados como el índice de alerta terrorista en el país que anuncian, como si fuera el pronóstico del clima, algunos noticiarios; y también en espacios muy concretos, como el estanque de Shamu, la orca estrella del parque de atracciones Sea World, en San Diego, donde antes de que inicie el espectáculo más concurrido del parque, se proyecta un inflamado vídeo lleno de soldados (todos excepcionalmente guapos y de diversas etnias) que regresan a casa en avión y que son aplaudidos espontáneamente por gente que pasaba en ese momento por el aeropuerto; y esos aplausos de vídeo contagian a la tribuna y desatan el aplauso y la ovación del público que originalmente iba a aplaudirle a Shamu, una ovación que la entrenadora de la orca interrumpe para pedir que se ponga de pie todo el que tenga algún familiar en el frente, y acto seguido pide otra ovación para esos padres, hijos o hermanos de los héroes, que en realidad estaban ahí para aplaudir las gracias de la orca.
Luego de ese episodio magistral de manipulación, los brincos prodigiosos de Shamu quedan en calderilla para los niños y los despistados. Convivir con tanta naturalidad con el ejército, con su propaganda, sus soldados y sus maniobras, significa también empezar a mirar la guerra como una cosa normal, y esto es algo que un país civilizado no puede permitirse.
El enemigo que viene de fuera, que ha sido, según la época, alemán, japonés, ruso, mexicano, cubano, iraquí y un largo etcétera, encarna la amenaza que Estados Unidos necesita, al margen de las amenazas reales, puras y duras, para reciclar su industria de armamento y para reactivar el espíritu bélico y la flama patriótica de sus habitantes que, rodeados de soldados, viven confortablemente, duermen tranquilos porque están en casa y a salvo.
Jordi Soler es escritor.
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