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Columna
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'Gira il mondo gira'...

Basta con volver para comprobar que vivimos en un país de piedra. Petrificado quiero decir (lo aclaro para no verme envuelto en neolitismos). Bueno, y quien dice petrificado dice en marcha, pero girando sobre sí mismo. Vamos, que se apea uno un día para respirar otros aires, vuelve al cabo de pocos y lo coge donde lo dejó. Exactamente entre el cerdito trotón y el camión de bomberos con campanilla, por no mencionar la trainera individual. Lo que no se entiende es cómo no estamos todos mareados. De tanto dar vueltas, evidentemente.

Será porque, sin darnos cuenta, nos están vertiendo alguna poción mágica en el agua. Lo malo es que no nos convertimos en Asterix, digo por lo de la fuerza. Y así seguimos, condenados al maldito tiovivo que gira y gira sin producirnos ya ni siquiera aquella alegría del principio, cuando se instaló la feria y el mundo parecía de algodón de azúcar, aunque mezclado, eso sí, de garrapiñadas. A menos que se tratase de garrapuñadas. Ahora lo que tenemos no son más que garrapuñetas. Pero sin haber dejado atrás las garrapatas, digo, las garrapatadas. Y eso es lo peor.

A la chita casi callando y como quien no quiere la cosa, ETA sigue colocando bombas compulsivamente como esos insectos capaces de poner dos mil huevos de una tacada o de seis legislaturas. Porque está en su naturaleza. La naturaleza de ETA es poner bombas. Y aparentemente no pasa nada. Incluso lo miramos con indiferencia porque forma parte del paisaje desde hace lo menos una ancestralidad. Sólo que ETA no pone las bombas a tontas y a locas. Puede que lo haga desde la inconsciencia de quien no se cree derrotado y practica lo único que sabe (al menos mientras pueda), pero eso no quiere decir que no lo haga sin intención.

Las bombas de ETA siempre han sido el estilete con que ha ido pinchando al Estado, aunque para ello tuviera que sembrar la polis de muertos, y no cabe creer -¿en base a qué se debería pensar otra cosa?- que ahora lo esté haciendo por otros motivos; por ejemplo, celebrar con salvas su derrota, ir destruyendo de manera un tanto provocativa sus arsenales o atraer la atención hacia su existencia, como hacen las luciérnagas a base de una luz parecida aunque menos sonora y, sobre todo, menos peligrosa para la integridad de aquellos hacia quienes van dirigidas tan privativas señales.

Y aquí empiezan los problemas. El Gobierno de Zapatero dejó abierta una vía a la negociación poniendo bien claro, aunque después de haber oscurecido mucho el mensaje y su alcance (un exótico secretismo que aún perdura contribuyó no poco a la confusión general), que para ello ETA debía entregar primero las armas. El Gobierno, quién lo duda, pecó mucho de ingenuo. Pensaba que bastaría con tender el anzuelo para que los siluros picasen, pero no deja de constatar, con más notable ingenuidad si es posible, que el proceso se presenta arduo y trabajoso. Pongamos que, no obstante, el Gobierno pueda sentirse cómodo en esa situación, es decir en la de esperar a que ETA se percate de que si deja pasar ese anzuelo le espera el arponazo final (o la implosión). Pero ETA sigue poniendo bombas obediente a sus reflejos condicionados que quieren que cada vez que suene la palabra negociación tenga que sonar la pólvora para aumentar la puja.

Así las cosas, no queda más remedio que barajar la eventualidad de que ETA pase a mayores. Nada descabellada, por cierto, ya que no va a cumplir con la condición de entregar las armas. En efecto, si ETA no está dispuesta a cumplir la condición sine qua non para sentarse a negociar y, sin embargo, persigue negociar por todos los medios a fin de no firmar un fracaso histórico, no le queda otra que aumentar la presión. Y ya sabemos en qué se traduce eso, en una escalada que producirá estragos y, finalmente, sangre, a nada que pueda casar sus deseos con la operatividad y con el margen que le deje el acorralamiento. Es cuando el tiovivo da ganas de vomitar. Pero así es el mundo de las ferias, todas tienen caseta del horror.

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