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Columna
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Palabras

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, se preguntaba Raymond Carver desde el título de uno de sus libros más conocidos. El escritor de Oregón, siempre duro y lacónico, reflejaba en sus relatos la incomunicación humana. Sus personajes, parejas en crisis, gentes al borde de la ruptura y el desaliento, despliegan a menudo una cháchara intrascendente, hablan y hablan pero no se entienden. Hasta que la realidad emerge cuando la palabra logra por fin dar nombre a una certidumbre. En el juego del lenguaje de nuestro tiempo, esa descripción se puede aplicar a ámbitos que desbordan lo meramente doméstico. ¿De qué hablamos cuando hablamos de política?, podríamos preguntarnos para responder con el socialista francés Michel Rocard, de forma un tanto petulante aunque certera, que los políticos se encargan de proporcionar las palabras, los actos y las actitudes simbólicas para el consenso colectivo bajo cuyo amparo funciona el Estado. No por casualidad el de la acción comunicativa es, gracias a Jürgen Habermas, un tema básico en la teoría social contemporánea. El relato político, que genera un modelo del mundo, que abre o cierra horizontes, que fabrica enemigos, es cualquier cosa menos espontáneo, cualquier cosa menos ingenuo, cualquier cosa menos inocente. Se trata de una elaboración, que puede ser más sutil o más burda, pero siempre intencionada. Siguiendo las noticias, podemos comprobarlo estos días en vivo y en directo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de nación? ¿De qué hablamos cuando hablamos de España? ¿De qué hablamos cuando hablamos de Constitución? El proyecto de nuevo Estatut d'Autonomia aprobado por el Parlament de Cataluña puede que no encaje del todo en la vía cuyas puertas abrió la reforma del Estatut valenciano (de ello se ha encargado con ahínco Convergència i Unió, que no quería ponérselo fácil a Pasqual Maragall ni a José Luis Rodríguez Zapatero), pero contiene todos los elementos para un salto adelante en la dirección de un moderno Estado federal. Emboscados detrás de las palabras, los políticos y los comentaristas han abierto la cháchara. Un puñado de ellos confunde su opinión con la Constitución y con España sin el menor rubor. El reto colectivo, sin embargo, consiste en encontrar la manera de dar nombre a lo nuevo.

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