Palmeras y té de menta
Este es uno de esos viajes que marcan un antes y un después. En 1980, tras dos años aprendiendo árabe, el escritor -autor de Obabakoak, cuya versión cinematográfica, Obaba, está actualmente en los cines- puso a prueba sus conocimientos y se fue, solo, a Marruecos.
¿En qué sentido le cambió?
Por primera vez llegué a otro mundo, en el sentido literal. Nunca había estado en un lugar pobre, y el ver a la gente metiendo sus hogazas en bidones de sopa... me di cuenta de que estaba atado a una forma de vida burguesa. Ese viaje me ayudó a no temer el futuro y a la vuelta dejé mi empleo en una oficina, que no me gustaba.
¿Primera parada?
Fez. Me dormí en el bus y en cinco minutos pasé de las imágenes que traía de Gibraltar a sumergirme en la ciudad vieja a través de un camino por el que subían y bajaban burros montados por gente con turbante.
Y se puso a dar vueltas...
Me perdí en la medina. Tenía la sensación de estar en un lugar entre bello y siniestro. Hasta que apareció un niño. "¿Quiere que le enseñe la medina?", dijo en perfecto francés. Fue mi guía durante cinco días.
Elija un lugar.
La terraza del Café París de Marraquech al atardecer, viendo las palmeras del desierto. Algo fuera de serie.
Su árabe, ¿era tan bueno como pensaba?
Llegué pensando que me podía defender, pero cada vez que pedía una cosa me traían otra. Siempre que pedía un té con menta me traían un plátano.
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