Vida basura
Estas últimas décadas de predominio de la sociedad de consumo como único referente han generado la consolidación de lo que podemos denominar "vida basura", expresada en fenómenos característicos de la vida contemporánea, detectados y bautizados hace años: la comida rápida, es decir el fast food o comida basura; los programas de televisión convertidos en telebasura, en los que predominan la chabacanería y lo que Primo Levi denominó "violencia inútil", y el trabajo basura, temporal y precario, cada vez más abundante. Estos modos de vida se dan más entre la gente joven y de mediana edad, entre los sectores sociales más vulnerables o más influenciables por industrias sin escrúpulos como la publicidad.
Lo que hemos denominado vida basura tiene que ver con la vida rápida, superficial y sin calidad, condicionada por el trabajo basura, que, además de no tener continuidad y estar mal pagado, es urgente, impersonal y mecánico. Quien lo realiza no puede identificarse con lo que hace, ha desaparecido cualquier relación entre el que trabaja y lo que produce o vende. Una vida basura que tiene que ver con el crecimiento del incivismo y con el intento, nada inocente, de degradar la enseñanza pública. Se prevé que en un futuro cercano van a hacer falta pocos trabajos cualificados y, en cambio, se necesitará un ejército de trabajadores que se localicen en cualquier sitio y que se renueven a menudo. El pasado febrero en Barcelona, en el Fòrum Social per l'Educació a Catalunya, dedicado a Otra educación es posible, el sindicalista belga Nico Hirtt denunció que en un futuro inmediato de competencia internacional extrema y sociedades fuertemente duales se van a necesitar sólo un 25% de lugares de trabajo muy cualificados y el 75% restante va a interesar que sean poco cualificados, con una formación temporal recibida en los mismos lugares, para una mano de obra flexible y deslocalizable, subalterna del falsamente opulento mundo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). El mercado no quiere una enseñanza de calidad, sino mano de obra barata; ello tiene que ver con favorecer a las universidades privadas y con la caída de inversiones en una universidad pública que mantiene la calidad con el esfuerzo de una parte de su profesorado y de sus estudiantes.
De manera solapada, el mercado compite con la enseñanza básica obligatoria para secundar el aparato de reproducción de la sociedad de consumo e imponer unas maneras de vivir entre los niños y, más tarde, los adolescentes, los fashion victims, definidos por unas pautas dominadas por las modas efímeras, la televisión, las game-boys y la publicidad.
La vida basura está caracterizada, también, por su antagonista, la vida tranquila, cualificada y desacelerada, que busca la calma y la calidad, que forma parte del movimiento mundial por una "vida lenta", el movimiento Slow, que surgió siguiendo las propuestas de la slow food. La experiencia de ciudades italianas promotoras del movimiento Slow Cities, como Bra, ha demostrado que existe una correlación directa entre los coches y la comunidad: cuanto menos tráfico hay en una zona y mayor es la lentitud con que fluye, tanto más contacto social existe entre los vecinos.
Es evidente que la calidad de vida tiene que ver con disponer de tiempo y tranquilidad para disfrutarla, y la vida basura tiene que ver con el exceso de actividad y con la velocidad, e impactan con más fuerza en los dos extremos de la sociedad: en los jóvenes, que practican cada vez más el usar y tirar, y en los ancianos, que quedan irremediablemente excluidos, al margen de una vida acelerada en la que ya no queda espacio ni tiempo para ellos. Imágenes emblemáticas de la vida basura en el escenario urbano son el motociclista a toda velocidad esquivando los coches, al borde del accidente, molestando al vecindario con el ruido y, de vez en cuando, llevándose por delante a algún viejecito despistado que nos los ve o no los oye; también las largas colas para ir a consumir en los grandes centros comerciales o los espacios públicos abarrotados de la basura ocasionada por el incivismo.
Ya en 1963, Serge Chermayeff y Christopher Alexander, en su libro Comunidad y privacidad, señalaban que los dos principales enemigos de la calidad del hábitat humano eran el automóvil y el ruido. En esto en Barcelona hacemos el ridículo, ya que hace tiempo estamos adheridos al movimiento de las ciudades sin coche (sic), pero desde hace dos años el Ayuntamiento no se suma al Día Europeo sin Coches y, además, tolera que los vehículos circulen por encima de la velocidad máxima y se cuelen por las calles peatonales o de circulación restringida que, en teoría, existen en barrios como Ciutat Vella. Barcelona dedica mucho presupuesto a publicitarse a sí misma y poco a atender las propuestas de las asociaciones contra la contaminación acústica, en favor de la pacificación del tráfico y por la promoción del transporte público. Lástima que no se haya aprendido de Girona, que ha conseguido un centro histórico peatonal y tranquilo; o de Londres, con sus cinco libras para entrar en coche por el casco urbano; o de París, cuya ribera del Sena es tomada por los patinadores y paseantes cada día festivo; o de Bogotá, que cada domingo dedica sus avenidas a los ciclistas.
Nos dominan las formas de vida provocadas por la sociedad de consumo, sin imaginación ni memoria, en la que se es alguien en la medida en que se poseen coches y motos, televisores y ordenadores, teléfonos móviles y juegos electrónicos, siempre nuevos e indefectiblemente caducos en el mismo instante. Es un mundo basura pensado para usar y tirar que se opone a cualquier criterio de sostenibilidad y de previsión del futuro.
Josep Maria Montaner es catedrático de Arquitectura de la Universidad de Barcelona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.