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Una herida política

Buena parte de lo que hay que decir acerca de la respuesta desastrosamente incompetente del Gobierno de Estados Unidos ante la destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina resultó obvia casi de inmediato para todos, excepto para aquellos partidarios del Gobierno decididos a defender todos y cada uno de sus actos a cualquier precio. La destrucción del Organismo Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) por un Gobierno estadounidense decidido, con guerra mundial contra el terrorismo o sin ella, a usar las altas esferas de una de las principales estructuras de "primera respuesta" a un futuro atentado terrorista en territorio estadounidense como nido para los amigos políticos del presidente (y, en el caso del descaradamente incompetente ex director del FEMA Michael Brown, amigos de amigos) ha sido correctamente reconocida como una de las principales causas de la catástrofe. Y se ha prestado como es lógico mucha atención a la cuestión de si, dada la arrogante actitud del Gobierno de Bush hacia el FEMA, debería tomarse en serio cualquiera de sus tan cacareados preparativos para responder a un atentado terrorista (aparte, claro está, de la ampliación de los servicios de seguridad).

Más en general, el tema de la competencia de Bush -una cuestión que persiguió su presidencia hasta lo que a la mayoría de los estadounidenses les pareció una respuesta magistral a los atentados del 11-S de 2001- ha reaparecido en un momento en el que el presidente es mucho más vulnerable que en los primeros meses de su primer mandato. En una segunda presidencia, las reglas cambian y es poco probable que los miembros republicanos del Congreso, que se enfrentan a serias dificultades en las elecciones de mitad de mandato que se celebrarán en 2006, desenvainen la espada por un presidente cuya vida electoral termina definitivamente en 2008. Y algunos de los primeros que compiten por la candidatura presidencial del Partido Republicano, como el inconformista senador republicano de Nebraska, Chuck Hagel, parecen ahora considerar de su interés el distanciarse de la Casa Blanca. En todo caso, la población en general está muy contrariada. Incluso antes del huracán Katrina, los estadounidenses estaban furiosos por la subida de la gasolina y de los precios de otras energías. Después del Katrina, dichos precios han subido aún más y se prevé que sigan subiendo. Por lo pronto, una mayoría de los estadounidenses, y desde luego no todos ellos incluidos en lo que se considera la izquierda estadounidense, se oponía a la decisión de invadir Irak en la que Bush ha basado su presidencia, y cuestionaba la gestión de la guerra por parte del Gobierno, mientras que una minoría considerable era partidaria de una retirada rápida de Irak.

Tras el 11-S, aunque en un principio pareció inseguro respecto a cómo reaccionar, el presidente Bush se enmendó y se hizo, o así nos lo pareció a muchos, más autoritario y "presidencial" cada hora que pasaba. En Enrique IV, parte II, de Shakespeare, el consentido príncipe Hal aprende a ser Rey. Lo mismo le sucedió a Bush. Pero después del huracán Katrina, la máscara de mando se le ha vuelto a caer. Hoy, al menos los más lúcidos de sus partidarios admiten que el presidente pareció indeciso. Y a aquellos que o bien se oponen a él o lo apoyan sin entusiasmo, después del Katrina les pareció menos autoritario y menos presidencial a medida que fueron pasando las horas. Igual de importante es que las encuestas muestran que los negros estadounidenses están abrumadoramente convencidos de que la respuesta del Gobierno habría sido distinta si la mayor parte de las víctimas de la inundación no hubieran sido negras y pobres. Como escribió con desconsuelo un experto conservador en el blog de National Review, una revista de derechas, el Katrina ha retrasado años el plan del Partido Republicano de atraer a más electores negros.

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Se trata de un asunto de considerable importancia a la larga para el Partido Republicano, aunque, siendo realistas, el porcentaje de negros estadounidenses que se podía esperar que dejaran de votar en bloque por el Partido Demócrata es comparativamente bajo. Pero los estrategas serios del Partido Republicano son, de un tiempo a esta parte, conscientes de que necesitan atraer más votantes no blancos si quieren una oportunidad de realizar su proyecto de establecer un periodo de dominio conservador que iguale o supere el new deal de Frankliln D. Roosevelt y su legado. Al contrario que las bases del Partido Republicano, estos estrategas no son sentimentales, y comprenden tan bien como cualquiera o mejor las implicaciones de la transformación demográfica que está experimentando Estados Unidos. Porque la realidad es que los blancos son ya minoría en algunos de los mayores Estados del país (incluido el Tejas de George W. Bush). Hacia 2050, ya no habrá mayoría blanca en Estados Unidos. La demografía es el destino, y asesores de Bush como Karl Rove y el presidente del Comité Nacional Republicano, Ken Mehlman, se dan perfecta cuenta de este hecho. Esto ayuda a explicar (aunque difícilmente aporta una explicación completa) el empeño republicano por atraer candidatos que no sean blancos, el nombramiento de personas no blancas para el Gobierno de Bush (muchas más que en el Gobierno de Clinton) y, sobre todo, el intento de atraer a los votantes negros, hispanos y de origen asiático.

En el plano ideológico, el debate político estadounidense es, desde hace tiempo, una lucha acerca de a quién pertenece el futuro, o sea, acerca de si son los conservadores o los liberales quienes representan lo "nuevo" y el futuro. Por supuesto, sólo en Estados Unidos podría un movimiento que se llama a sí mismo conservador acusar sistemáticamente a sus enemigos progresistas de "reaccionarios", o afirmar que sus ideas representan un enfoque nuevo y radical del Gobierno, de la política exterior, e incluso de la felicidad humana. Pero en un sentido importante, la combinación de la victoria de las ideas neoconservadoras dentro de la derecha estadounidense con el contexto apocalíptico de tanto pensamiento protestante evangélico parece haber inducido a muchos que se consideran conservadores a aceptar, digamos, el menos conservador y de hecho más utópico de los proyectos políticos: la denominada democratización de Oriente Próximo por la fuerza de las armas. La realidad del Irak posterior a Sadam Husein, en el que un Gobierno islamista moderado y un Kurdistán prácticamente autónomo son casi lo mejor que se puede esperar, ha dado al traste con buena parte de ese sueño. Ciertamente, el Gobierno de Bush sigue insistiendo en que todo va bien, incluso ante periodistas de derechas afines, y la mayoría de la derecha influyente como Powerline, Hugh Hewitt e Instapundit sigue tendiendo a reproducir fielmente esta afirmación. Pero la verdadera situación se puede entender por el hecho de que nadie en Washington se plantea seriamente nuevas intervenciones armadas (con la posible excepción de ataques aéreos contra la infraestructura nuclear de Irán), mientras que, antes de que la insurgencia iraquí demostrara su tremenda fuerza, se hablaba muy fácilmente del "cambio de régimen" en Siria, en Irán y posiblemente incluso en Arabia Saudí.

El fracaso, o al menos la falta de éxito, en Irak podría no suponer un golpe mortal para el proyecto del Gobierno de Bush, o para las oportunidades que el Partido Republicano tiene de mantener su hegemonía política. Pero el presidente Bush derrotó a su adversario demócrata porque en apariencia los estadounidenses creyeron mayoritariamente que con él estarían más seguros. Sin embargo, después del Katrina, esa convicción ha recibido una seria embestida. Y si perdura la impresión creada en buena parte de la población por la respuesta de la Casa Blanca al huracán, es difícil esperar que el Gobierno recupere su capacidad para establecer el programa nacional. En cualquier caso, está claro que se ha producido un giro. El descenso de las cifras de Bush en las encuestas es un emblema de dicho giro. Otro es la nueva agresividad de un cuerpo de prensa de la Casa Blanca que, con el lema principal de que "Dios está con los grandes batallones", ha tendido a evitar cualquier relación adversa con el presidente o sus colaboradores, de la misma forma que evitó criticar al presidente Clinton hasta que de repente el escándalo de Monica Lewinsky hizo que ese mago político pareciera enormemente vulnerable. También es verdad que, como ocurrió antes con Ronald Reagan, el suelo está plagado de los cadáveres (políticos) de quienes han dado por perdido a George W. Bush. Y los republicanos siguen siendo unos comunicadores políticos mucho más eficaces que los demócratas, aunque después del Katrina, la oposición, dormida durante buena parte de la presidencia de Bush, muestra los primeros signos de volver a la vida. Pero el toque del Gobierno ya no es tan seguro como parecía después del 11-S. Y algunos desastres de relaciones públicas no han ayudado a mejorar las cosas, como el hecho de que la madre del presidente visitara a los evacuados de Nueva Orleans albergados en un campo de deportes de Houston y comentara después a los periodistas que, dado que se trataba de personas pobres y desvalidas, el haber llegado a Houston significaba que "al final las cosas les habían salido realmente bien". A muchos les pareció que con este comentario, digno de María Antonieta, se ponía de manifiesto el verdadero lado desagradable del Gobierno de Bush, o al menos su "ello" freudiano. Como mínimo fue del mismo estilo que la herida política autoinfligida que el huracán Katrina ha supuesto para el Gobierno de Bush, una herida de la que el presidente y su partido tienen poco tiempo para recuperarse.

David Rieff es periodista y escritor. Su libro más reciente es At the Point of a Gun: Democratic Dreams and Armed Intervention. Traducción de News Clips. © David Rieff, 2005.

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