_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Barcelona, Mickey Mouse

Son las 7.45 horas cuando llego al Muelle Adosado. El sol despunta ya sobre el horizonte. Un cielo sin nubes, luminoso, permite pensar que hoy será un día excelente para enseñar Barcelona a los viajeros que han llegado en crucero. En la terminal A, 25 autocares señalizados según tour e idioma esperan a las poco más de 1.000 personas que tendrán una visita guiada. Son el 30% del pasaje. Hace una década la proporción era inversa. En este periodo ha aumentado el número de pasajeros de cruceros pero las visitas organizadas han disminuido. La mayoría del pasaje se quedará disfrutando del barco o cogerá la lanzadera hasta Colón para pasear por libre.

El objeto de la visita que debo guiar durante el día es el Barri Gòtic y el modernismo, con 40 personas de Estados Unidos. Con el fin de ofrecer una buena vista sobre la ciudad y el puerto subimos en autocar al Mirador del Alcalde, en Montjuïc. Una recomendación: cuidado con los carteristas. Otra: vigilen, porque el suelo de uno de los balcones del mirador está agrietado. Es ideal para romperse un tobillo. Desde hace tiempo está así. También el espacio tras las barandillas está descuidado. Hay un buen número de cactus muertos. Los que sobreviven presentan huellas de un turismo vandálico que en varios idiomas ha grabado fechas y nombres en sus hojas. Entre la vegetación, esparcidos por el viento, desperdicios de las bolsas de pic-nic de los grupos procedentes de la costa que almuerzan en los jardines. En la terraza, están los manteros paquistaníes que desde los Juegos venden toda suerte de souvenirs y aún siguen, jugando de vez en cuando al gato y al ratón con la Guardia Urbana. Bajamos a la ciudad atravesando la colina por el túnel abierto expresamente para dar carácter de privacidad a los jardines de Miramar. Sobre él se construye un lujoso hotel. Me pregunto cómo y cuándo la ciudadanía podrá volver a disfrutar de este bello espacio público.

Parada en Colón. Subiendo La Rambla, iniciamos a pie la visita del casco antiguo. El paseo barcelonés por excelencia ha perdido su identidad. Tiene otra, que no es la de cuando aún era agradable caminar por él y encontrarse con quién conversar durante cinco minutos. Ahora es un lugar lleno de visitantes, algunos vestidos de playa, que paran aquí y allá frente a las figuras humanas, titiriteros o músicos que hacen las delicias de un turismo de nivel bajo. Han convertido La Rambla en un parque temático gratuito. Llegamos a la plaza Reial. En sus porches apenas quedan pies negros. Hace poco aún yacían tirados en el suelo junto a sus perros, entre envases de cerveza y vino, pidiendo limosna. La fuente de las Tres Gràcies, entre las farolas de Gaudí, no se escapa del incivismo. Da pena. Como peces multicolor, flotan en sus aguas decenas de latas de cerveza y bricks de vino peleón.

Las personas a las que guío son un grupo de judíos neoyorquinos, interesados en el pasado hebreo de Barcelona. Vamos al Call. El recorrido está plagado de tags y grafitos que no respetan nobles puertas de madera ni piedras históricas. Los turistas comentan que Nueva York ha acabado con ellos poniendo multas y obligando a hacer trabajos sociales a los autores. Llegados al corazón del Call, en la calle de Marlet, el hedor a orines da náuseas a una de las señoras. Frente a la lápida hebrea, escombros, basura y un retrete. Alguien debería retirarlos. Como barcelonés, siento vergüenza por este lugar, y como guía pienso que no es ésta la mejor manera de atraer al turismo cultural y de mostrar como ciudad nuestro respeto hacia otras culturas.

Fuera ya del Call, visitamos la Casa de l'Ardiaca. Aquí, el célebre buzón diseñado por Domènech i Muntaner está roto en una esquina, y la concha de la tortuga -alegoría de la lentitud de la justicia- está gastada por el roce de manos que creen que tocarla da buena suerte. Estaría bien protegerlo con una mampara. Como también lo estaría salvar las losas sepulcrales del Claustro de la Catedral con un suelo de cristal. Debido al trasiego de personas y al fregado diario de la piedra, los escudos gremiales se están borrando. Pero parece que a nadie le importa que desaparezca este legado histórico. Es momento de que el Departamento de Cultura piense seriamente en declarar Ciutat Vella un Bien Cultural de Interés Nacional (BCNI) y así disponer de más medios y argumentos para proteger el patrimonio artístico cultural e histórico que aquí se encuentra.

Llega la hora del almuerzo. A los clientes les apetece algo rápido. No quieren perder tiempo sentados frente a manteles de hilo. Se contentan con un Spanish fast food: ensalada y tapas, la moda entre los turistas de crucero.

Poco después, el autocar reemprende la marcha para cumplir con el modernismo. Ya en el paseo de Gràcia, circulando, describo la Manzana de la Discordia. Necesitarán una buena dosis de imaginación: las hojas de los altos plataneros impiden ver limpiamente las fachadas. Cruzamos Lesseps. Siempre en obras. Llegamos al parque Güell. El recinto rebosa de público. Sus infraestructuras sufren diariamente la presión del turismo de masas y algunos visitantes campando por sus fueros se fotografían en el Drac. Unos ponen sus pies sobre las patas; otros, más audaces, se sientan en la cabeza del dragón. No hay vigilancia. Sólo Juli, un jubilado voluntario de Gràcia, acude cuando puede para pedir respeto por la obra de Gaudí. Ya de regreso, visitamos la Sagrada Familia. Acompaño al grupo hacia la parte trasera de la plaza de Gaudí para contemplar la excelente panorámica sobre la fachada de la Nativitat. Comentarios de admiración por el monumento. Interrumpo la explicación ante los gritos de un miembro del grupo: una rata de larga cola ha aparecido a mis espaldas, trepando por el gran ficus del estanque. Quieren verla o fotografiarla. Gaudí importa menos. Me quedo cortado. Sólo se me ocurre decirles, para superar el bochorno que seguramente muchos políticos de esta ciudad nunca han sufrido, que en Barcelona tenemos de todo: incluso una réplica animada de Mickey Mouse.

El gran día que prometía ser al final no lo ha sido tanto.

Cèsar Algora es guía de Turisme de Catalunya.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_