En la cumbre
Fernando Alonso, como se anunciaba, se ha proclamado campeón del mundo de fórmula 1 en Brasil, dos carreras antes de que acabe el campeonato. Desde hacía varias semanas tenía el título en el bolsillo y ha sido el circuito Interlagos, de São Paulo, el que ha proporcionado al joven piloto, de 24 años, su día de gloria total. No es nuevo que los deportistas españoles destaquen en numerosas disciplinas, generalmente solitarias, pero la hazaña del corredor asturiano, que se ha hecho con el cetro que parecía soldado a Michael Schumacher, tiene elementos que la hacen especial.
Alonso se ha convertido en el más joven campeón de la historia de una competición muy particular, en el nivel de exigencia más alto, en la que sólo participan una veintena de pilotos, de los que escasamente media docena tienen posibilidades de ganar. Son atletas completos, que se montan en bólidos que alcanzan más de 300 kilómetros por hora, que deben tomar decisiones constantes en fracciones de segundo mientras calculan múltiples variables. Y que al tiempo que cabalgan el sueño inasible de la velocidad mantienen una explosiva mezcla de tensión y sangre fría.
El muchacho ovetense representa además uno de esos casos en nuestro deporte en que las gestas individuales son capaces de abrir una veta apasionada de interés general por la disciplina de que se trate; como Santana fue al tenis; Ángel Nieto, al motociclismo, o Indurain, al ciclismo. Alonso ha roturado esta brecha en una especialidad, el automovilismo de gran competición, que carece de tradición en España. En el singular mundo de la fórmula 1, su victoria alienta el proyecto europeo ahora renqueante: un español a bordo de un bólido francés cuyo chasis se construye en el Reino Unido, y con un director italiano.
Hemos tenido buenos pilotos, incluso grandes números uno. Por citar dos casos sobresalientes, Nieto sumó 13 campeonatos mundiales en pequeñas cilindradas, y Carlos Sainz se ha retirado recientemente con dos títulos mundiales de rallies. Pero lo de Alonso parece estar en otra dimensión, impuesta en parte por las connotaciones de la fórmula 1: la de los límites de la más alta tecnología, el profesionalismo más extremo y la fuerza mental más potente. Uno de sus retos va a ser el de gobernar su nueva condición de icono mundial.
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