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El arte de Rusia ocupa el Guggenheim de Nueva York

La exposición de 275 obras abarca desde la pintura sacra del XIII a la creación actual

Rusia ya no es un país comunista, pero quizá porque su pasado bolchevique está cronológicamente muy cerca en la memoria contemporánea, el Guggenheim de Nueva York ha decidido recibir a los visitantes de la exposición ¡Russia! pintando de color rojo el primer tramo de la célebre rampa en espiral que identifica el museo diseñado por Frank Lloyd Wright. El montaje reúne 275 obras desde la pintura sacra del siglo XIII a la creación actual.

La exposición, que puede visitarse hasta el próximo enero, abarca 800 años de historia, desde la pintura sacra del siglo XIII hasta las creaciones concebidas durante la perestroika, como la célebre y polémica instalación El hombre que voló al espacio (1981-88), de Ilya Kabakov, o las recientísimas obras de minimalismo post-pop de Pavel Peppershtein. Según sus organizadores, la muestra constituye la mayor invasión de arte ruso (principalmente pintura) que jamás haya pisado suelo estadounidense.

Entre las 275 obras exhibidas, también hay un anexo dedicado a artistas como Murillo, Rubens, Guido Reni o Van Dick, entre otros, como muestra de la riqueza artística de las colecciones imperiales iniciadas por Pedro I y su sucesora Catalina la Grande y que sirvieron de base para que Nicolás I fundara en 1852 el Museo Estatal Ermitage de San Petersburgo.

Esa institución, junto al Museo del Estado Ruso, la Galería Estatal Tretyakov y el Rosizo State Museum Exhibition Center han sido las colaboradoras de la muestra, que también ha contado con el apoyo de algunos coleccionistas privados, que han prestado obras tan emblemáticas como Color rojo puro, color amarillo puro, color negro puro (1921) con la que el constructivista Alexander Rodchenko declaró "el fin de la pintura".

Pero quizá lo más interesante de esta muestra es su capacidad para entrelazar de forma explícita la historia del arte ruso con la historia del propio país, permitiendo al visitante entender a través de las obras y su temática la evolución de esa compleja nación.

La exposición, organizada cronológicamente en ocho secciones, arranca en la primera rampa del Guggenheim con el despliegue de diversos retablos de la Rusia medieval, entre ellos varios procedentes del monasterio Kirillo-Belozersk, que viajan por primera vez al extranjero y constituyen uno de los ejemplos del arte religioso ortodoxo más espectaculares del país.

Las dos secciones siguientes se dedican a las colecciones imperiales del siglo XVIII y principios del XIX y al nacimiento del arte secular ruso. La admiración de Pedro el Grande y de Catalina la Grande por el arte europeo occidental les llevó a emular a sus contemporáneos en Italia o Francia, prodigándose en mecenazgos y fundando en 1764 la Academia de las Artes de San Petersburgo, que imitaba a su homóloga francesa. A esos periodos pertenecen las obras de Dimitri Levitsky, Anton Losenko o Fedor Alekseev, con un predominio del retrato.

Vientos de cambio

Pero una vez en el siglo XIX, y tras la llegada al poder del aperturista Alejandro I, que permite la entrada en Rusia de libros extranjeros y abre las fronteras del país, los vientos de cambio llegan al arte ruso y el romanticismo hace su irrupción a través de los pinceles de Karl Briullov, Alexander Ivanov o Alexei Venetsianov, que cambian los retratos de la nobleza por el de individuos ensimismados, paisajes sugerentes o por la representación de las clases campesinas, adelantándose incluso a sus contemporáneos occidentales en el interés por un arte más social.

La quinta sección de la muestra indaga en el arte de la segunda mitad del XIX, protagonizada por un movimiento artístico autodenominado La sociedad de expositores ambulantes. Encabezados por Iván Kramskoy, este grupo, interesado en el arte concebido como forma de denuncia social a través del realismo ideológico, se rebela contra las estrictas normas de la Academia de San Petersburgo. Al igual que hicieran Monet, Renoir o Cézanne tras ser rechazados en el Salón de París en 1963 por no cumplir con las condiciones de la Academia de las Artes francesa, los rusos deciden el mismo año salirse de su Academia, que no sólo les imponía formalismos técnicos como a los franceses sino también temáticos. Kramskoy, Ilya Repin y otros 14 pintores fundan la cooperativa Artel de artistas de San Petersburgo e inician así un proyecto de itinerancia artística para que sus exposiciones viajen fuera de las grandes áreas metropolitanas y alcancen a pequeños núcleos de población.

Sus cuadros son la versión plástica de la crítica a la desigualdad o la corrupción social que podía encontrarse en escritores de la época como Dostoievski. La obra expuesta en el Guggenheim Bateleros del Volga (1873), en la que Ilya Rapin retrata a un grupo de trabajadores explotados a orillas del río Volga, está considerada como la primera gran obra maestra del arte moderno ruso.

La parte menos sorprendente de la exposición es la dedicada a las vanguardias rusas. El constructivismo, el simbolismo o el suprematismo han sido objeto de múltiples exposiciones en EE UU, donde las principales obras de Malevich o Rodchenko son de sobra conocidas. Aun así, la muestra ofrece la posibilidad de revisitar uno de los iconos del modernismo, el Cuadrado negro, de Malevich, el primero de una larga serie iniciada en 1915. Pero son los tres últimos periodos históricos de esta exhibición -la era del llamado socialismo real (1934-1953), la del arte oficial y extraoficial concebido tras la muerte de Stalin y la dedicada al arte contemporáneo- las que han despertado más expectación ya que obras como Future pilots (1938), de Alexander Deineka, o Raising the banner (1957), de Gelii Korzhev, nunca habían salido fuera de las fronteras rusas.

<i>La ola,</i> de Iván Aivazovsky.
La ola, de Iván Aivazovsky.
<i>Retrato de Julia Samoilova, </i>de Karl Briullov.
Retrato de Julia Samoilova, de Karl Briullov.

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