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Columna
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Bilbao sin mi coche

Espero que los lectores de este diario, de vasta difusión transprovincial, perdonen el encabezado localista que gobierna estas apuntaciones, pero no he podido resistirme a reproducir el lema con que el Ayuntamiento de Bilbao despachó anteayer el día La Ciudad sin mi Coche, una solemnidad que celebran al tiempo más de 1.000 localidades (tantas que así) de todo el continente. Yo pasé la jornada en Vitoria, donde las instituciones también utilizaron ese lema, pero sin que el nombre de la ciudad se viera en él involucrado. Y esto es de agradecer, porque la ciudad sin mi coche, así, más abstracto, puede recabar adhesiones, pero si uno ve el nombre de su ciudad implicado en el asunto todo adquiere un fondo de amenaza.

Vaya por delante que en Bilbao se formó un pequeño lío con esos lemas que apelaban a nuestra conciencia. Así como, al parecer, todo el continente celebraba el Día sin mi Coche, Bilbao celebró el Bilbao sin mi Coche, e incluso hubo, a mayor abundamiento, una concreción temática: Al trabajo sin mi coche. Lamento que el único elemento invariable entre tantas variaciones fuera precisamente mi coche, artefacto diabólico e indigno, armatoste que sólo utilizamos algunos indeseables, debido a nuestra prepotencia, nuestra incuria y nuestra brutalidad congénitas, y que tanto denostaríamos si hubiéramos interiorizado una verdadera conciencia ciudadana.

Quizás la glosa antecedente parezca algo melodramática, pero sólo puede parecérselo a quien no haya tenido noticia del manifiesto que acompañó la celebración del acto expropiatorio. Para dar aún más brillo al evento, un conocido escalador dio lectura en Bilbao a un manifiesto, aunque no se comprende el carácter ejemplarizante que podría imprimir al acto su presencia: como se sabe, los montañeros desarrollan una actividad peligrosísima, que provoca cada año un respetable número de muertes, mutilaciones e hipotermias. A pesar de todo, los supervivientes de esta práctica son considerados eximios elementos de la comunidad. Claro que, en el campo de la medicina preventiva (y aun si cabe en el de la medicina general), el deporte goza de buena prensa, circunstancia incomprensible de la que dará buena cuenta la policía sanitaria de los próximos siglos.

Al margen de este excurso de alta montaña, que al menos no se ha cobrado ninguna baja ni en almas ni en falanges, podemos regresar a la severa admonición que se nos propinaba con eso del Día sin mi Coche. El manifiesto que guió en mi ciudad la celebración de la jornada pretendía despertar las conciencias, y lo hacía con una contundencia que caía en lo antipático. En el manifiesto se aludía a la comodidad de la ciudadanía, reclamando una profunda reflexión a aquellos ciudadanos que mostraran su falta de compromiso con la comunidad.

En efecto, la reprimenda no fue en vano. Empecé a preguntarme si yo también formaba parte de esa caterva de indeseables que maquinan en contra de la comunidad; me pregunté si utilizaba mi coche diariamente por verdadera necesidad o por mero vicio; me pregunté si conducía por obligación o por capricho; en fin, me pregunté si tenía derecho, más allá del abono de todos mis impuestos, a circular por esta ciudad en la que vivo, siquiera para salir de ella y llegar a cualquier otra donde mi coche fuera percibido con la misma hostilidad. E incluso tuve el atrevimiento de preguntarme otra cosa: ¿a qué viene esta moderna costumbre institucional de reprendernos por las más diversas razones? ¿Adónde creen que vamos cuando salimos de casa muy de mañana, entre la neblina de la madrugada, tan de corrido, tan deprisa, tan angustiados, en busca de un ataúd motorizado? ¿Cuál creen que es la razón por la que desistimos de pasear en bici, respirar hondamente y darnos un paseo por el parque mientras agavillamos tiernas florecillas?

Y siendo tan vergonzoso y criticable eso de utilizar el coche, imagínense lo vergonzosa y criticable que puede llegar a ser esta conducta cuando el coche ni siquiera es oficial.

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