El imperio egoísta
Con este libro, de título más afortunado en inglés -A problem from hell-, la profesora universitaria y periodista Samantha Power obtuvo el Premio Pulitzer hace dos años. Un galardón bien merecido, ya que se trata de una obra excelentemente documentada que da cumplida respuesta a uno de los interrogantes mayores del último siglo: ¿cómo es posible que Estados Unidos, un país en principio defensor de los derechos humanos, no haya utilizado su inmenso poder para evitar la cadena de genocidios que han venido sucediéndose desde la matanza de armenios en 1915 hasta los más recientes ocurridos en Camboya, Ruanda y Bosnia-Herzegovina? La desproporción de fuerzas entre los criminales y los eventuales protectores era tal que las operaciones de intervención, tan frecuentes por otra parte en la política exterior norteamericana, habrían tenido un coste escaso. Y, sin embargo, no tuvieron lugar. El precio fue de cientos de miles de vidas.
PROBLEMA INFERNAL. ESTADOS UNIDOS EN LA ERA DEL GENOCIDIO
Samantha Power
Traducción de A. Lean
FCE. México, 2005
656 páginas. 26,95 euros
La respuesta de Samantha
Power se apoya en un riguroso análisis de cada uno de los procesos en que los gobiernos norteamericanos, desde Wilson a Bill Clinton, acaban optando por la inhibición. En sí mismo, el relato de cada genocidio resulta escalofriante. No debió parecerle así a quienes elaboraban la política exterior en Washington, prefiriendo actuar de acuerdo con una primaria razón de Estado, poniendo por delante los sacrosantos "intereses americanos".
"La verdadera razón por la que Estados Unidos no hizo lo que podía y debía para detener el genocidio", explica la autora, "no fue una carencia de conocimiento, sino de voluntad. En palabras simples: los dirigentes norteamericanos no quisieron. Creían que el genocidio era malo, pero no estaban dispuestos a invertir el capital humano, monetario y político que requería detenerlo". Cuando en algún caso, como en Bosnia-Herzegovina tras la desmembración de la antigua Yugoslavia, la intervención se decide finalmente, a la vista de los horrores no evitados, es por el precio político que Clinton hubiera tenido que pagar de haber mantenido la pasividad, ante la movilización conjunta de notables y activistas populares, con el líder de la mayoría senatorial al frente. Fue también el único caso en que se produjeron importantes renuncias en el Gobierno. Habitualmente la pasividad no era sólo cosa del vértice, sino que afectaba en una relación circular a la clase política, a los líderes de opinión en los medios y a los propios ciudadanos.
El actual presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha podido montar una intervención disparatada en busca de unas armas de destrucción masiva inexistentes, en tanto que su predecesor demócrata, Bill Clinton, nada hizo por los miles de kurdos gaseados por el régimen de Sadam Husein. No parece que el ensimismamiento de seguridad que provocaron en Estados Unidos los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington vaya a servir para que ese egoísmo desaparezca.
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