Los diarios del mal soldado
La editorial Tusquets, en su colección Tiempo de memoria, lleva a cabo estos meses la reedición de los diarios de Ernst Jünger. Ni que decir tiene que se trata de una recuperación oportunísima, como todo lo que tiene que ver con las grandes hecatombes mundiales (especialmente la segunda). Quizá algún ingenuo piense que algo que terminó en 1945 ya no nos afecta. Lejos de eso, la distancia, la impotencia biológica (cada vez quedan menos testimonios vivos de la época), no hacen sino agrandar el interés por unos acontecimientos que percuten aún nuestras fibras más sensibles, como una campana solitaria cuyo agudo tañido se encarga de recordar que el momento de la conmemoración no se ha agotado.
Como todos los dietaristas, Jünger fue un tipo curioso. Raro sería otra manera de definirlo. Al fin y al cabo, su background más elemental le orientaba sin más vericuetos hacia la fascinación por el nazismo, pero de manera absolutamente irrevocable se mantiene en la orilla frente a esas sirenas terribles. Como tantos otros, también él vive la presencia alemana en la primera Gran Guerra como una oportunidad heroica y amarga. Tempestades de acero, su diario de ese período, es la crónica de un joven idealista que desafía a la muerte y tiene fuste de patriota. En sus palabras: "En el transcurso de cuatro años el fuego fue fundiendo una estirpe de guerreros cada vez más pura, cada vez más intrépida".
Esa pureza, revolcada por el fango con el armisticio, es el origen del pequeño cúmulo de resentimientos y odios que culmina en el ascenso al poder de Hitler. Pero Jünger, que por dos veces rechaza el ofrecimiento nazi de presentarse a diputado por ese partido, no se deja convencer. Es un héroe, pero no es un héroe tonto (aunque pueda parecer un contrasentido). Llega a la segunda gran carnicería con el íntimo convencimiento de que Hitler llevará a Alemania al desastre. En sus diarios llama Kniébolo al histérico gerifalte. En sueños, Kniébolo se le aparece ofreciéndole bombones. Pero no se trata de que Jünger no sea goloso. Es que prefiere coleccionar insectos que cazar judíos.
En los Diarios de París o las Anotaciones del Cáucaso se desmienten inapelablemente algunos mitos tan queridos en tierras alemanas. Por ejemplo, el hecho de que la gente corriente no conociera la gran masacre llevada a cabo contra los hebreos. O el trato a que se sometía a los prisioneros rusos. Jünger anota minuciosamente estos detalles pero, luchando contra la tristitia que lo invade en demasiadas ocasiones, continúa con su programa habitual de descripción de la flora y fauna, búsqueda de libros y grabados en las librerías de París, contactos con lo más granado de la intelectualidad francesa bajo la ocupación o la visita a sus bienamados cementerios. Para él la guerra es fuente de horrores innumerables pero también es fuente de pequeñas emociones estéticas. Nada de lo que ve deja de comprobar que ya estaba previsto en los cuadros del Bosco. Por otro lado, si en 1914 leía a Ariosto en las trincheras ("A un corazón grande no le horroriza la muerte, llegue cuando llegue, con tal de que sea gloriosa"), ahora prefiere a Hesíodo y a Boecio, y toneladas de literatura francesa. Por suerte para su integridad, el alto mando alemán en París, genéricamente antinazi, protege sus andanzas artísticas e incluso le encomienda llevar un diario de la lucha de la Wehrmacht en la capital francesa para neutralizar allí el poder del partido.
Hace algún tiempo hubo una pequeña polémica en Valencia a partir de la publicación de un catálogo de la Universitat a propósito de la influencia que pudieron tener, entre otros, los primeros textos de Jünger en el rebrote nacionalista donde pescaron los nazis. A la luz de la lectura completa de estos diarios cualquiera se convencería de que aquella polémica era bastante absurda, pues Jünger se manifiesta claramente -aún jugándose el pellejo- como íntimamente contrario a la causa y a la estética del nacionalsocialismo. Independientemente de lo que escribiera como el joven soldado idealista que fue, el Jünger maduro (celebra su cuadragésimo quinto aniversario en marzo de 1940) es un hombre absolutamente seguro de sus convicciones, sin ninguna voluntad de condescendencia con el espíritu ambiental.
La tragedia de Alemania -la tragedia de Europa- es que los casos como Jünger fueran tan pocos. ¿Cuántos soldados de la Wehrmacht se avergonzaron de llevar su uniforme -como lo hizo él- cuando vieron el primer judío ataviado con el brazalete de la estrella de David? Por cada uno que no lo hizo -y fueron millones- la infamia se multiplicó y los asesinos reinaron sin esfuerzo. Quizá algunos crean que Jünger debiera haberse manifestado otra vez como un héroe, y haber gritado el nombre del matarife. Pero un dietario no es un altavoz. Se parece más a una miniatura que a un gran lienzo. Dicho de otro modo: "Escribir (...) exige un examen y una reflexión más profundos que los que se necesitan para conducir regimientos al combate". Por eso Ernst Jünger acabó siendo un mal soldado: porque fue un buen escritor.
Joan Garí es escritor
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