Conciertos
En nuestra cultura política, cuando un discurso decae, siempre nos queda el recurso de sustituirlo por una audición musical. Y es que en esta tierra de diálogo, una parte emite proclamas y la otra contesta: "Siempre me dices lo mismo; tus mentiras no puedo escuchar". Más que decirlo, lo canta, aunque el resultado no es precisamente polifonía.
La pasada semana el Parlamento vasco y la Fundación para la Libertad han celebrado sendos conciertos de homenaje, respectivamente, al primer cuarto de siglo de la primera Cámara parlamentaria del País Vasco y a la memoria de las víctimas del terrorismo etarra. Es decir, para que no nos olvidemos de los dos pilares de nuestro sistema democrático de convivencia: el gobierno por las leyes y la aspiración de derrotar a los liberticidas.
Pero la música tiene límites en la convocatoria: sólo asisten los propios en ausencia de los contrarios. Aún nos queda camino para reunir en un mismo concierto a palestinos e israelíes. Entre tanto, al concierto del Teatro Arriaga no acudieron los nacionalistas y viceversa.
No estaría mal si, al menos, los conciertos sirvieran para amansar la fiera interior. Y no me refiero a los etarras, que esos no acuden a festivales sinfónicos, y, en este caso, no es porque la policía no les deja, sino porque en materia musical, lo suyo es la percusión txalapartera, pero es que en estas celebraciones orquestales el mensaje se llena de sutileza en la elección de las composiciones a interpretar.
En el concierto que organizó el Parlamento vasco en el Palacio Euskalduna, la música de Arriaga, señalada en el programa de mano, fue finalmente sustituida por la de Verdi. Lo cual tiene sentido, pues al menos una de las más épicas marchas abertzales es obra del músico italiano, que ni siquiera fue consciente de lo vasca que le salía. No seguiré por este camino, porque no quedaría intacto ni el zortziko.
En el Teatro Arriaga, a los organizadores del concierto en solidaridad con las víctimas también se les vio el plumero; porque pusieron la Suite número 2 de Falla sólo para poder decir "España". Si hubieran sido partidarios de la humanización del conflicto, habrían puesto Noches en los jardines del Estado para no herir otras sensibilidades.
También la Quinta Sinfonía de Shostakóvich dejó en el aire una pregunta capciosa: ¿es posible vivir creadoramente en el terror? Alguien podría pensar al escucharla que "no se vivía tan mal" en la Rusia de Stalin, siempre que aceptase "las justas críticas" por no ser soviético-soviético. Otros habrán sido capaces, tal vez, de percibir un toque de ironía en la exagerada épica de la patria soviética.
Quizás se pongan de moda los conciertos por lo difícil que resulta la interpretación político-musical. Será por eso también que los catalanes han cogido con tanta ilusión la organización de su concierto... económico.
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