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Tribuna
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Europa y nosotros

A los antiguos chilenos, argentinos, uruguayos, nos gustaba mucho decir que éramos más europeos que los demás latinoamericanos. Había un racismo implícito en la afirmación, una arrogancia más o menos ridícula. En los meses que siguieron al golpe de Estado chileno, hacia fines de 1973 o comienzos del 74, pasaron en Barcelona un documental de los funerales de Pablo Neruda. ¡Mira, exclamó alguien en la sala, todos son indios! Ya ven ustedes. No es que todos sean indios, blancos, amarillos: es que todo es cuestión de perspectiva, del ángulo que la cámara o la mirada escojan. Lo más ajustado a la realidad, a lo mejor, es sostener que pertenecemos, de diversas maneras, a una cultura mestiza. El mestizaje comenzó con la conquista y no ha terminado de producirse. Y la Europa de hoy, ¿no se encuentra en los inicios de un proceso profundo de mestizaje, que la llevará no se sabe adónde? Nosotros, en lugar de ser tan fijados, tan exclusivistas, tan inútilmente puristas, deberíamos entender las ventajas de la mezcla de culturas mejor que nadie. Pero creo que no la entendemos y que seguiremos sin entenderla. A veces parece que países como Brasil o como México llegan más lejos, en términos culturales, por lo menos, pero la situación allá también es discutible. Hace años le observé a un amigo brasileño que no veía gente de raza negra en su país que tuviera una situación económica o incluso política más o menos promisoria, como sucede, en cambio, y desde hace ya bastantes años, en los Estados Unidos. Mi amigo era un notable escritor y no tenía pelos en la lengua: si ganan dinheiro, me contestó en su portuñol enrevesado, fican brancos. En buenas cuentas, el dinero, las condiciones de una clase media acomodada, emblanquecían a las personas. Las novelas del brasileño del siglo XIX Machado de Assis ya giran alrededor de estos asuntos, con humor no menos ácido que el de mi amigo. Y qué mestizaje cultural magnífico es el que produjo las páginas de Dom Casmurro, de Quincas Borba: es Shakespeare y son las sambas cariocas, doblado todo con una sonrisa irónica, emparentada con Eça de Queiros.

El tema es antiguo y moderno. Y se puede anotar un fenómeno, político y cultural, que es constante. Los regímenes democráticos latinoamericanos se acercan a Europa, a su cultura, a sus hábitos políticos, y las dictaduras invariablemente se alejan. Las dictaduras, por lo demás, caen siempre bajo la crítica europea, y con buenas razones. Ahora recuerdo al general Augusto Pinochet entrando a las Cortes españolas en los días de la muerte de su admirado Francisco Franco. De repente se escucharon gritos hostiles y el general levantó el brazo derecho como para defenderse. Supongo que habría comprendido que su Gobierno, contra todos sus pronósticos personales, no iba a encontrar en Madrid las complicidades esperadas. Poco después fue invitado a retirarse en vísperas de la proclamación del Rey Juan Carlos. A menudo siento que todavía no hemos entendido el sentido de estas cosas, de estos rechazos y estos cortocircuitos. Durante la sesión aquélla en las Cortes, cuya función exacta dentro del protocolo de los funerales ya no recuerdo, la señora Lucía de Pinochet tenía la cartera colocada encima de la falda y sujeta con las dos manos. Parecía que tenía miedo de que se la quitaran, comentó una marquesa no precisamente de izquierda. Agregó, la distinguida señora, el detalle siguiente: y daba la impresión, dijo, de que la capa del general había sido cortada en casa. Con alguna costurera barata, quiso decir. A pesar, añadiría yo, de sus ostentosos aires prusianos.

Europa, en líneas generales, en contraste con nuestras ínfulas y nuestro verbalismo, introduce casi siempre un elemento de sobriedad, de racionalidad, de mayor respeto por el otro. Observé con atención a comienzos del mes de agosto una intervención pública, aquí, en Santiago de Chile, de Josep Borrell, ex ministro de Hacienda del Gobierno de Felipe González, alto dirigente del socialismo español, actual presidente del Parlamento Europeo. Borrell nos habló en forma clara, informativa, sin entrar en minucias o tecnicismos, sobre la coyuntura actual de las instituciones comunitarias y sobre su futuro previsible. Como advertencia previa, dijo que prefería hablar desde la mesa, no desde la tribuna, para quitarle solemnidad a su intervención y para llegar en forma más directa a su audiencia. Nuestros tribunos, pensé, necesitan por definición de la tribuna. Usan más palabras, más ruido y menos argumentos. El presidente Borrell hizo una exposición bien estructurada, sin transmitir ilusiones fáciles acerca del proceso comunitario, mostrando las tensiones y las dificultades reales de su construcción y haciendo, en definitiva, a pesar de todo, un balance optimista. Sostuvo que el primer impulso, en los inicios de la década de los cincuenta, fue consolidar la paz, evitar la repetición de las guerras, después de las experiencias dramáticas de 1914 y de 1939. Pues bien, si uno mira la Europa de hoy, si uno sabe algo de lo que piensa la gente más joven, llega a la conclusión de que aquel objetivo pacífico fue plenamente logrado. Nadie puede soñar siquiera, hoy, con una repetición de las guerras europeas de la primera mitad del siglo XX o de siglos anteriores. Esto significa que las instituciones instaladas en los años fundacionales de la Comunidad funcionaron bien. Todo esto ahora parece fácil, pero en épocas anteriores, conseguir el fin de las guerras continentales era un objetivo endiabladamente difícil, de apariencia utópica. Algunos sostienen, y hay buenos argumentos a favor de esta tesis, que toda la elaboración ideológica de Carlos Marx y de Federico Engels estaba dirigida a alcanzar una paz duradera a través de la eliminación de la lucha de clases, de la instalación en el poder de un proletariado que no se interesaba en las fronteras internacionales. Nada sucedió como lo habían soñado los padres fundadores, pero esto demuestra que había un deseo de paz no realizado en las cabezas más avanzadas de todo el continente. Victor Hugo, por ejemplo, plantó un árbol que debía simbolizar la futura unidad de una Europa sin guerras, y me parece que lo plantó en Guernesey, en la isla de su destierro durante el reinado de Napoleón III. El Segundo Imperio se desplomó, precisamente, a consecuencia de la guerra franco-prusiana de 1870, una contienda que el poeta miró con una mezcla contradictoria de nacionalismo francés y de sentimientos de libera-

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ción. Su viaje en tren hasta París, de salida del exilio, está contado en detalle en las páginas de su diario, en Choses vues. Son páginas conmovedoras, vibrantes y, a la vez, de honda lucidez política. El patriarca, el héroe de las luchas libertarias, saludaba desde su carro a las multitudes exaltadas y se preguntaba por el porvenir real de Francia y Alemania. Era, desde luego, menos optimista de lo que se puede ser ahora, pero es probable que vislumbrara el porvenir. Todo comienza en la cabeza de los seres humanos, se decía Victor Hugo, y es probable que un pensamiento así sea característico de esa región del mundo.

Quedó claro en su exposición en el Consejo Chileno de Relaciones Internacionales que Josep Borrell no se hace ilusiones sobre el proceso actual de aprobación de la Constitución europea. Las votaciones de Francia y de Holanda ya no van a poder repetirse, pero él estima que el proceso debe continuar a pesar de todo, ya que es distinto tener a dos países en contra que a diez o más países. Para más adelante hay alternativas diversas, desde presentar un texto constitucional más reducido, que permita la unanimidad, hasta moverse con pasos graduales a partir de la situación de ahora. Pero Borrell dijo algo interesante para nosotros. Hasta ahora, dijo, la Unión Europea ha estado demasiado pendiente de su expansión al Este, a los países europeos que salieron del bloque comunista, y ya es tiempo de que se preocupe más del sur y del suroeste. Sostuvo que España, dentro de la Unión, debería asumir la función de ocuparse más de América Latina, y no sólo en la materia más concreta e importante de las inversiones económicas. Y agregó que América Latina, a su vez, tendría que integrarse con más decisión y rapidez para llegar a formar un polo, un sector de influencia en el mundo. Si Europa no perfecciona su unión, dijo, y tampoco ustedes consiguen avanzar en el mismo sentido, llegaremos pronto a un mundo bipolar, con los Estados Unidos y China en ambos extremos y con una muy débil presencia nuestra.

Son visiones generales, difíciles de transmitir en una charla de cincuenta minutos, pero siempre, y sobre todo aquí, tan lejos de los centros mundiales, nos hace falta ese tipo de reflexión, de resumen global, de nuevo planteamiento de los grandes temas. Un viejo y conocido personaje de nuestra política conservadora, después de escuchar la exposición atentamente, me hizo un comentario un tanto maligno. El imperio español se fue de estas tierras, dijo, en parte expulsado por nosotros mismos, y ahora se dedica a comprar las partes mejores, las mejores industrias, los recursos naturales más necesarios, dejándonos a nosotros lo que vale menos. Parecía uno de los antiguos argumentos de la izquierda nacionalista, antiimperialista, pero provenía de un personaje de la derecha tradicional, y esto, para decir lo menos, resultaba curioso. Ahora bien, en la charla se notó que cada uno tira para su lado. Borrell citó una declaración reciente del actual jefe de Estado de Rumania, uno de los países del Este que todavía no ingresa a la Unión. El hombre sostuvo en forma pública que el ingreso de los rumanos permitiría formar un eje de Washington, Londres y Bucarest, ¡ni más ni menos! Pues bien, hay que admitir una realidad paradójica: la política internacional, sobre todo desde la perspectiva de los países pequeños, puede admitir altas dosis de extravagancia, pero hay que estar preparado para eso. La formación de unidades globales como la europea o la de América Latina, mucho más lejana e improbable, al menos por ahora, exige pasar por encima de estos fenómenos locales. O quedarse en el camino, en la cuneta, en la fragmentación y la imparable, irresistible mediocridad.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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