El precio del 'no Estatuto'
Se agota el tiempo político y reglamentario del proceso estatutario. Pero sigue la incertidumbre sobre su resultado. Se vive el conflicto entre el optimismo de la inteligencia y el pesimismo de la voluntad. Un optimismo de la inteligencia que se les debería suponer a los actores políticos, que no ignoran la importancia de lo que está en juego. Y un cierto pesimismo sobre la firmeza de su voluntad para llegar a un acuerdo. Confiando en el predominio de la inteligencia sobre la (mala) voluntad, hay espacio para alimentar la esperanza. Hay motivo para ello cuando se escucha la voz de sectores sociales y de los propios responsables políticos que reclaman un acuerdo y que invocan el coste del fracaso.
Un desenlace negativo echaría a perder una oportunidad irrepetible, nacida de la actuales mayorías en Barcelona y Madrid
Pero también circula la idea de que nada decisivo se habrá perdido si la reforma estatutaria no llega a buen puerto. Lo principal del proyecto -se afirma- podría conseguirse por vías menos costosas: un acuerdo de financiación, la reforma de leyes orgánicas y básicas y una delegación de competencias basada en el art. 150.2 de la Constitución. Esta lógica llevada al extremo acabaría afirmando que no hay costes -o que no hay costes significativos- en la renuncia al proyecto de Estatuto. No lo compartimos. Los costes del no Estatuto -parafraseando una vieja referencia a la construcción de la unidad europea- serían elevados y de larga duración.
¿De qué costes se trata? Se trata de costes que recaerían sobre las instituciones de la Generalitat y del Estado, pero también sobre la sociedades catalana y española. Se habría echado a perder un esfuerzo que arrancó trabajosamente en la pasada legislatura cuando se cumplían los 20 años del Estatuto de 1979. Un esfuerzo redoblado tras el cambio de las mayorías de gobierno en Cataluña y en España y que ha producido coincidencias sustanciales en el texto actual del nuevo Estatuto. Un desenlace negativo echaría a perder una oportunidad irrepetible a medio plazo, nacida de la actual composición de las mayorías parlamentarias en Barcelona y en Madrid. Porque se requiere mucha imaginación para confiar en que mayorías absolutas en la carrera de San Jerónimo -de cualquier color- pudieran ser más propicias a un proyecto estatutario viable. O que un frente nacionalista en Cataluña tuviera más posibilidades de hacer progresar dicho proyecto que las que tiene la actual mayoría catalanista de izquierdas.
El no Estatuto tendría también importantes costes sociales. Seguiría alimentando la manipulación estéril del victimismo, una manipulación que tiene expertos operadores. Pero también apagaría la ilusión y las expectativas de los que necesitan un proyecto colectivo sólido para dar mayor empuje a sus propias iniciativas empresariales, sociales o culturales. Con el no Estatuto se incrementaría aún más la elevada tasa de desafección que buena parte de la ciudadanía experimenta respecto de sus instituciones y sus representantes. Tendría otro motivo para achacarles incapacidad manifiesta para conseguir acuerdos sobre cuestiones de interés general. Podría entender su conducta como fruto de cálculos sectarios y cortoplacistas. Sabemos que los niveles de reputación de la política y de sus actores son bajos. Es insensato correr el riesgo de rebajarlos más, porque ninguno de dichos actores se salvaría del descrédito general. La crónica abstención de nuestro electorado podría aumentar todavía, porque sería más arduo convencer a los electores de que acudan a las urnas para designar instituciones incapaces de facilitar un acuerdo político de carácter fundamental.
También quedaría muy maltrecha la mínima confianza obligada entre dirigentes políticos, necesaria para sus pactos de gobierno y para el juego democrático gobierno-oposición. Aumentaría la desconfianza entre partidos, enzarzados en una larga resaca de reproches e improperios. (Hay quien replicará que el profesionalismo político sería capaz de reanudar acuerdos por debajo de la descalificación pública, porque la memoria de algunos es corta cuando es obstáculo para sus intereses. Pero está claro que la exhibición de estas habilidades incrementa el alejamiento popular de la política).
El fracaso del proyecto estatutario significaría el fracaso de una "vía catalana", de un estilo de hacer política que se ha vanagloriado de su aptitud para el pactismo razonado en lugar del recurso sistemático a la confrontación. Con ello defraudaría las expectativas de sectores progresistas del resto de España que han tenido y tienen en Cataluña una referencia positiva. En lo político, en lo social y en lo económico. Se habría derrochado inútilmente un capital de prestigio y de autoridad que servía de apoyo a otros proyectos transformadores. Pero sobre todo y finalmente, abortar el acuerdo estatutario sería renunciar a los avances significativos que contiene el proyecto. Negaría a los ciudadanos la posibilidad de contar con un instrumento más eficaz para hacer las políticas sociales y económicas que la sociedad catalana demanda hoy.
En suma, hay costes y costes elevados en un fracaso estatutario. Costes que pagarían ciertamente los responsables políticos de todos los colores. Pero que recaerían en gran medida sobre todos los ciudadanos, porque impedirían la mejora de su bienestar económico, de su cohesión social y de la calidad democrática de sus instituciones. Se haría pagar a la ciudadanía el precio del resentimiento de los que no aceptaron su desalojo democrático del poder. O de los que apostaban -desde sus cenáculos y sus columnas- por una mayoría de gobierno diferente a la que hay hoy en Cataluña. Se pasaría a la ciudadanía la factura del tacticismo y del afán protagonista de los grupos políticos, de la oposición y de la mayoría. Y se castigaría también a la sociedad con los efectos de la frivolidad de algunos medios de comunicación, actores implicados en la contienda más que espectadores y notarios de la misma, más atentos a magnificar los conflictos que a destacar los acuerdos. Un precio elevado, que habría que soportar durante años. Un precio gravoso que la acción de unos pocos haría recaer sobre muchos. Constituiría una injusticia y no sólo un error.
Josep M. Vallès y Oriol Nel.lo son miembros de Ciutadans pel Canvi
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.