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Tribuna:DEBATES DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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Autonomía del paciente, salud y sistema sanitario

La autonomía de pacientes y ciudadanos se ha convertido en uno de los ejes de la nueva salud pública. En 1986 la carta de Ottawa sobre promoción de la salud reivindicaba la soberanía -traducción del término inglés empowerment- de las personas y las poblaciones en cuanto al control sobre los determinantes de su propia salud.

Una propuesta inspirada en la superación de la alienación -enajenar la libertad y la responsabilidad de los individuos- denunciada por el joven Marx en los Gründisse que aplicaría a la sanidad Ivan Illich en su Némesis Médica o la expropiación de la salud. Asumir la propia responsabilidad personal de mejorar, conservar y restaurar la salud otorga una dimensión específicamente humana y fundamenta el principio ético de la autonomía en el ámbito sanitario.

Mientras que la autonomía se promueve de forma masiva e indiscriminada en la diabetes, se regatea a los pacientes tratados con anticoagulantes

El establecimiento de prioridades es la decisión más política que afecta al sistema sanitario, de forma que la ciudadanía debería poder participar activamente en su formulación, lo cual no es fácil. El procedimiento más general de participación en una democracia, hacer hablar a las urnas, resulta muy limitado, entre otras cosas porque las diferencias entre las ofertas electorales no acostumbran a ser explícitas. En cuanto a las actividades asistenciales, el sistema sanitario afronta desigualmente la autonomía de los pacientes: mientras que frente a la diabetes se promueve masiva e indiscriminadamente, se regatea a los pacientes tratados con anticoagulantes.

La atención a los pacientes diabéticos estimula que se controlen ellos mismos, para lo que, además de información y consejos, se les proporcionan medios para medir la glucosa en sangre. Pero el empleo de los glucómetros que leen las tiras reactivas en las que se coloca la sangre capilar puede comportar la sustitución de la dependencia del médico por la de la máquina, sin incrementar de hecho su autonomía y generando además ineficiencias, si no se consigue reducir las complicaciones, con el coste añadido de las mencionadas tiras reactivas.

Este gasto ha ido aumentando progresivamente en los últimos años. En el Reino Unido, por ejemplo, ya supone el 40% más de lo que cuestan los antidiabéticos orales. En España, a pesar de que el Ministerio de Sanidad y Consumo no dispone de información actualizada, los datos de Cataluña muestran que la cantidad destinada equivale al 6% del gasto de los fármacos adquiridos mediante receta.

Pero lo más importante es el provecho obtenido en términos de salud. Las pruebas de la efectividad del empleo de las tiras reactivas son escasas y controvertidas, sobre todo en el caso de los diabéticos que no requieren un tratamiento continuado con insulina. También es básica la diversa capacidad de los pacientes para utilizar el procedimiento.

En ausencia de criterios correctos de utilización, la "maquinita del azúcar" se convierte en un fetiche que estimula un control obsesivo cuyos perjuicios superan con creces los beneficios derivados de mantener unas concentraciones estables de glucosa en sangre. Y conseguir de los pacientes un buen criterio requiere un intenso esfuerzo educativo que parece justificable solo si se requiere modificar con frecuencia la dosis de insulina.

En cambio, nuestro sistema sanitario no es tan proclive a procurar la autonomía de otros pacientes como los que reciben tratamiento anticoagulante crónico, la mayoría de los cuales deben someterse a controles periódicos en los servicios hospitalarios para ajustar las dosis del medicamento.

En este caso no sólo la utilidad del tratamiento es obvia, sino que también se ha probado la factibilidad del control desde la atención primaria o, incluso, como señala un trabajo reciente, del que se hizo eco este suplemento (véase EL PAÍS, del 5 de julio de 2005), los propios pacientes. Aunque la generalización de esta alternativa es objeto de discusión, nadie duda de la ineficiencia de tal control por parte de los servicios de hematología hospitalarios, sobrecargados por una actividad rutinaria a la que poco valor añadido aportan.

Tal vez el progreso médico haga pronto ociosas estas consideraciones al procurar determinaciones analíticas menos agresivas en la diabetes o tratamientos anticoagulantes alternativos que simplifiquen el control de la dosificación. Sin embargo, continuará vigente distinguir entre la buena intención y lo que ocurre en la realidad.

De todo ello trata un artículo especial de Juan Gervas y Mercedes Pérez publicado en Medicina Clínica el pasado 28 de mayo. Los límites a la prestación de servicios cercanos al paciente vienen determinados por la tensión entre el síndrome del gato -que siempre quiere zapatos aunque no sea capaz de calzárselos- y el del barquero (persistir en mantener una actividad profesional innecesaria). Una oportuna reflexión en estos tiempos de reivindicación de más recursos para el sistema sanitario, en los que a menudo se cierran los ojos al despilfarro, a la efectividad y a la seguridad.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona. asegura@ies.scs.es

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