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Tribuna:OPINIÓN | Apuntes
Tribuna
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¿Quién enseña a enseñar?

No conozco a ningún habitual de los quirófanos que pretenda enseñar cirugía alegando la experiencia acumulada en carne propia (nunca mejor dicho). Tampoco es probable que un médico con excelente formación teórica, pero nula experiencia profesional, consiga una plaza de profesor de cirugía. De hecho, con muy raras excepciones, los profesores de esta disciplina operan en los hospitales clínicos y colaboradores (casi todos ellos públicos). Coincidirán conmigo en que, siendo la cirugía cuestión de vida o muerte, la formación de los futuros cirujanos debe confiarse, básicamente, a quienes lo son en activo y hayan acreditado conocimiento suficiente.

También la educación es cuestión de vida o muerte para nuestra sociedad, entre otras razones, por condicionar el crecimiento económico. La UE, la OCDE y otros organismos llevan años alertando sobre la amenaza que supone, para la industria española, la baja tasa de empresarios y trabajadores titulados en secundaria o formación profesional (un tercio de la media de la UE ampliada), circunstancia agravada por la deficiente calidad de nuestro sistema educativo. No es de extrañar el declive de municipios industriales como Alcoi (cuya renta ha bajado del nivel 5 -en la escala 1/10 de La Caixa- al nivel 3 entre 2001 y 2004). Mientras tanto, leemos que la industria automovilística europea está desplazando a países centroeuropeos con alto nivel educativo y bajos sueldos, no ya las plantas de producción, sino sus centros de investigación. Nada que pueda sorprendernos, puesto que la actividad de I+D+i se basa en la formación de la elite científica y técnica, aspecto en el que tenemos mucho que aprender de países como Bulgaria, Rumania y Hungría, con sus envidiables redes de centros de secundaria especializados en ciencias, donde fructifican los talentos que aquí languidecen.

Aceptada la tesis de la importancia vital de la educación, parece inexcusable exigir a los formadores de profesores conocimiento de la materia y experiencia docente en el nivel educativo correspondiente. Precisaré lo que considero exigible en ambos aspectos.

Los conocimientos requeridos deberían abarcar, junto a la revisión avanzada de los contenidos usuales de la materia a enseñar y su didáctica, en este orden, la acreditación de una mínima experiencia investigadora -al menos la mitad de lo requerido para que un profesor de universidad vea reconocido un sexenio de investigación- que demuestre cierta familiaridad con el método científico en su disciplina y con las bases de datos. En particular, los formadores de profesores de materias científicas y técnicas en secundaria, deberían haber publicado al menos dos artículos en revistas incluidas en el JCR, al menos una de las cuales debería tener un factor de impacto superior a la media. Por lo que se refiere a la experiencia docente, teniendo en cuenta la alta volatilidad social (especialmente la juvenil), los formadores de profesores de secundaria deberían tener a su cargo obligatoriamente un grupo de alumnos en un centro de titularidad pública (o al menos concertado), rotando dicho grupo entre los dos ciclos de la ESO y el Bachillerato, cuyos alumnos tienen características bien distintas. Así podrían experimentar personalmente las teorías educativas que predican en grupos tan estimulantes como el asignado el curso pasado a una excelente profesora y amiga, quien me confesó no saber cómo enseñar física y química a dos inglesas ignorantes del español, a un magrebí empeñado en disfrutar de 70 huríes por la vía yihadista, a dos objetores escolares, a un deficiente auditivo o visual, no recuerdo, y a un puñado de alumnos aspirantes a ingresar en titulaciones universitarias con elevadas notas de corte. Contando con el precedente de las Facultades de Medicina y los hospitales concertados, no creo que haya inconvenientes legales ni retributivos a una propuesta que ayudaría a validar las teorías educativas elaboradas en salones y despachos.

Un modelo semejante funciona razonablemente bien en Argentina. En el caso que mejor conozco, el de la Universidad Nacional de San Luis, todos los profesores de matemáticas están integrados en un departamento único, y los especialistas en didáctica suelen impartir una asignatura de su especialidad en la titulación de Profesorado en Matemáticas (un discutido legado de Julio Rey Pastor, por cierto), alguna materia de matemáticas generales para estudiantes de Matemáticas, Física o Ingeniería y, necesariamente, un grupo de matemáticas en un centro de secundaria. Además, suelen investigar simultáneamente en didáctica de las matemáticas y en alguna otra línea de investigación del departamento (matemática discreta, aproximación funcional, etc.). Por el contrario, los únicos profesores universitarios españoles que imparten docencia en centros de secundaria son asociados a tiempo parcial, que es la categoría más inestable y peor retribuida, en la que predominan los licenciados no doctores (quienes sólo pueden impartir docencia en titulaciones de grado).

A finales de Julio supimos que el Ministerio de Educación y Ciencia había cedido a las presiones de las Facultades de Educación (representadas por el lobby de didáctica de las matemáticas del que les hablé en Crónicas de guerra (educativa), El País 6-6-2005), al hacer pública su intención de requerir a los futuros profesores de educación secundaria la realización de un máster homónimo, cuya organización correrá a cargo, ciertamente, de aquellos centros, como el vetusto Curso de Aptitud Pedagógica (CAP) al que sustituye. Como pocos profesores potenciales del mencionado máster han acreditado el conocimiento de la materia que reclamo, y casi ninguno de ellos es profesor de secundaria en activo, mucho me temo que dicho máster acabe siendo, como el CAP, un enojoso obstáculo económico y temporal para el acceso de los graduados a las plazas docentes.

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A juzgar por los precedentes, cuando lleguen las primeras críticas al nuevo modelo de formación del profesorado, sus impulsores dirán que no son representativas. Y cuando las críticas arrecien, saldrán del apuro diciendo que dicho modelo nunca fracasó porque jamás fue implantado (aunque su nombre fuera usurpado). En fin, ya estamos habituados a la orfandad de los modelos educativos fracasados.

Miguel Ángel Goberna es catedrático de Estadística e Investigación Operativa de la Universidad de Alicante

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