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Reportaje:PASEOS

En el corazón del silencio

La fiebre del turismo y el 'boom' inmobiliario han perdonado a Villanueva del Duque, donde aún se respira un viejo aire rural

Al norte de Córdoba, en la comarca de los Pedroches, el silencio se espesa en el aire como un fruto que el viajero enseguida saborea apenas traspasa el puerto del Calatraveño, donde aún reverberan los versos antiguos de un marqués que, por estos pagos, según la tradición, se enamoró perdidamente de una vaquera que cuidaba el rebaño cerca de la Finojosa. Hay un mirador recoleto en el mismo puerto, al lado de la carretera N-432, Córdoba-Ávila, desde el que se contempla un mar de encinas sobre el que flotan, a modo de odres blancos, pueblos aletargados en la llanura con sus casas de cal y granito, sus viejas iglesias y las lanzas sublimes de hercúleos campanarios hundiendo su soledad en el vientre del cielo. En ese manojo de pueblos silenciosos que se salpican sobre el horizonte, clavado en el corazón de la comarca, Villanueva del Duque, ofrece al viajero soledad y un mapa de calles y plazuelas silenciosas dibujadas por el pincel de la mansedumbre.

Hasta hace una década, o poco más, llegar desde Córdoba a Villanueva del Duque era muy fatigoso: los menos de 80 kilómetros de carretera se hallaban en mal estado, y, a veces, se recorrían en casi dos horas. Ahora, sin embargo, acercarse al pueblo desde la ciudad resulta muy cómodo (la carretera es excelente) y el viaje se hace en cuarenta o cincuenta minutos. Aún así, Villanueva del Duque conserva intacta esa pátina dulce de pueblo apartado del bullicio, y la fiebre turística, gracias a Dios, aún no ha violado el aire de sus calles. El pueblo aún conserva su pureza arquitectónica y no ha sido mordido por la bestia inmobiliaria. El ambiente del núcleo urbano es sereno, apacible, y el viajero que llega y se adentra en sus rincones aspira enseguida el rumor de un tiempo agrícola que aún sigue grabado en algunas fachadas de las casas, en los humildes dinteles de granito, en las sobrias ventanas, muchas diminutas, y en las viejas argollas (aún quedan algunas ya herrumbrosas) donde antaño se ataban las bestias de labranza, mulos y burdéganos, cuando se estremecía el amanecer y los hombres salían cabizbajos de los corralones para comenzar la durísima faena.

Hay algunas plazuelas, como la del pozo del Verdinal, donde aún permanece la luz de aquellos días: sigue en ella la fuente de la que, hace varias décadas, sacaban el agua fresquísima los labriegos cuando volvían del campo en el crepúsculo para dar de beber a las bestias. Villanueva del Duque mantiene en sus calles más castizas (Toledo, Berlín, Fuente Vieja, Plaza del Rey...) un aroma rural enjundioso y delicado que envuelve al viajero y lo traslada mansamente a una dimensión donde el tiempo yace intacto y se aspira un fecundo silencio campesino. Las casas, muy sobrias, más que andaluzas en su arquitectura mantienen un aire extremeño e incluso manchego. En muchas estancias aún se conservan, como antaño, los viejos chineros y las penumbrosas cantareras que producen sosiego y una extraña paz rural que huele al dolor de una vida primitiva cincelada por la escasez y el sacrificio.

Villanueva del Duque es un pueblo religioso: varias cruces de piedra, de granito milenario, protegen al pueblo por todos sus puntos cardinales: la que llaman de la Fuente Vieja, por el este; la del Paseo de la Ermita, por el norte; la del Cerrillo junto a la de la Dehesa, mirando al oeste; y, en el ángulo sur, la de San Gregorio. Ésta última está enclavada sobre una colina en la que se eleva una ermita recoleta donde se venera al santo antes citado; hace ya muchos años, no obstante, en este sitio, los mineros del pueblo celebraban Santa Bárbara: una fiesta entrañable hoy desaparecida. Villanueva del Duque tiene un pasado minero: a poco más de un kilómetro de la localidad, por el lado sur, tomando el camino de los Poles, se ubican las minas antiguas de El Soldado, un lugar ciertamente mágico y fantasmagórico que, al viajero atrevido que en él se adentra al atardecer, le hace recordar la atmósfera de Comala: el pueblo en que se desarrolla Pedro Páramo, la universal novela de Juan Rulfo. Para cualquier visitante es recomendable la visita al poblado minero: junto a las casas caídas de los ingenieros (habitaron el lugar cuando comenzaba el siglo XX) aún se elevan, mordidos por el abandono y la desidia, los muñones de varias románticas palmeras, y a su lado, esbozada apenas entre la hojarasca, aún resiste una delicada pista de tenis que, hace ya más de un siglo, fue utilizada por los jefes de la mina. Muy cerca de allí, a unos 100 metros de la pista, se eleva la antigua estación que, hace más de tres décadas, fue desmantelada y, recientemente, el Ayuntamiento comenzó a reconstruir gracias a un buen proyecto financiado por Turismo.

Regresando de nuevo al mirador de San Gregorio, el viajero contempla un panorama caleidoscópico en la que se mezclan grises y azules (las encinas y el cielo), con los granates de los montes, el plateado esbelto de los álamos, los verdes de alfalfa, los anaranjados de las tejas y el amarillo crujiente de los rastrojos. Villanueva del Duque, aparece a los pies de la colina como un perro manso de cal con manchas ocres. La iglesia de San Mateo, del siglo XV, levanta su campanario tímidamente, y algo más allá, hacia el norte, en la lejanía, fuera ya del pueblo, enclaustrada entre cipreses, aparece la ermita de la patrona, la Virgen de Guía, cuya veneración es compartida con otros pueblos vecinos de la zona. La ermita citada data del siglo XV y es una de las más bellas de la comarca; fue construida, según dicen los expertos, sobre la base de un templo primitivo (siglos XII o XIII) que pertenecía a los templarios.

En el paseo de la Ermita, ahora llamado de Aurelio Teno, se recomienda sentarse al atardecer en un banco del trayecto para, si está el cielo sin nubes, contemplar la puesta de sol en que el horizonte cuajado de encinas se vuelve salmón en la lejanía, donde aparecen los montes de Extremadura abrazados y fundidos con los de Castilla-La Mancha. En ese vértice mágico, ancestral, yace la cuna perpetua del silencio rodeada por un paisaje agreste y puro.

Bares populares. Ubicada en la plaza del pozo Verdinal, la especialidad de Casa Antonio es el lechón frito. La Pachanga, en el paseo de Aurelio Teno, ofrece excelente repostería casera. Para descansar. Una buena opción es el hostal La Ponderosa, en Capitán Cortés, 1. La casa rural El Soldado se encuentra junto al poblado del mismo nombre y San Álvaro está en la carretera de Peñarroya.

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