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Columna
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El suplicio de Piqué

Que, en el ejercicio de la actividad política, buena parte de los desaires, las ingratitudes y las zancadillas proceden de los propios correligionarios, del fuego amigo, es cosa perfectamente sabida. No en vano alguien, hace ya tiempo, clasificó a los enemigos políticos en tres categorías de peligrosidad creciente: los enemigos corrientes, los enemigos a muerte... y los compañeros de partido. Creo que fue durante los efervescentes tiempos de la transición española cuando otro filósofo de la experiencia acuñó aquel celebrado grito: "¡cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!". Con todo, hay en este ámbito casos extremos, que alcanzan ribetes de tragedia griega y conmueven al observador más curtido. Por ejemplo, el caso de Josep Piqué.

Recordemos cómo empezaron sus desventuras. El pasado 4 de julio, entrevistado por Antoni Bassas en Catalunya Ràdio, el presidente del PP catalán osó certificar lo evidente: que, como rostros públicos de su partido, a Ángel Acebes y a Eduardo Zaplana "se les identifica con una determinada etapa muy concreta que nos conecta con el pasado". Inmediatamente le llovieron los improperios y las descalificaciones; los aludidos le acusaron de hacer el juego al PSOE, Rajoy lo desautorizó ásperamente y Piqué, estigmatizado como ambicioso y oportunista, se vio obligado a un humillante acto de contrición pública, mientras Zaplana y Acebes seguían -siguen- cabalgando a rienda suelta.

Antes y después de aquel episodio, en el rigodón del nuevo Estatuto al de Vilanova le ha tocado bailar con la más fea. Sí, es cierto que el proceso neoestatutario ha sido largo, exasperante y poco favorecedor para la imagen de la clase política en general. Pero, mientras las otras fuerzas se disputaban semana a semana los roles de posible lucimiento -la intransigencia patriótica, el pragmatismo táctico, la transacción habilidosa-, a Piqué su partido le ha tenido prisionero de un papel tan rígido como ingrato: el de policía indígena voluntario -voluntario, porque el PP ya no gobierna España-, el de aguafiestas del Estatuto, el de antipático celador de una constitucionalidad interpretada siempre a la baja... Cuando, la pasada semana, Piqué amenazaba con recurrir el texto final del Estatuto (si lo hubiere) al Tribunal Constitucional, no pude por menos que evocar la actuación de la Lliga ante la Ley de Contratos de Cultivo de 1934 o, toutes distances gardées, la de la UCD catalana respecto de la LOAPA: sendos trampolines hacia el suicidio político.

Pero todo lo que va mal es susceptible de empeorar y, en los últimos días, el incómodo y frágil liderazgo de Josep Piqué acaba de sufrir otros dos golpes bajos. Piqué, cuyo biotopo personal y social es el mundo industrial y financiero catalán, cuyo nombramiento en 1996 como ministro de Industria de Aznar fue acogido por esos círculos con genuina satisfacción, ha tenido que asistir impotente a las reacciones desaforadas del Partido Popular y sus medios afines ("nacionalismo catalán contra los servicios públicos nacionales", "asalto catalán"...) ante la OPA de Gas Natural sobre Endesa. No sólo ha sido incapaz de desactivar el rechazo político frontal de Rajoy, Zaplana, Arias Cañete y tutti quanti a la operación. No sólo debe morderse la lengua ante los dislates de Esperanza Aguirre o ante las maniobras de José María Aznar -Aznar, su antiguo patrón y guía- contra el proyecto de la empresa gasista. Encima, y por el mero hecho de haber discrepado de la paranoia españolista en este punto concreto, Josep Piqué se ha convertido en blanco de los dicterios enfermizos del aznarismo póstumo; el otro día, su sumo sacerdote Jiménez Losantos lo catalogaba entre "los excéntricos, críticos y tránsfugas políticos", poseídos por el "deseo de significarse contra los suyos". O sea, un traidor en ciernes.

Al propio tiempo, y como por casualidad -pero las casualidades no existen en política- la posición de Josep Piqué al frente del PP de Cataluña acaba de verse sacudida por otro impacto: la ruidosa reaparición de Alejo Vidal-Quadras. Fue el pasado día 8, en el hotel Ritz, con la significativa presencia de Dolors Montserrat y de un Jorge Fernández Díaz que, sin duda, ha olvidado ya lo que opinaba de Vidal-Quadras allá por 1991, cuando éste le descabalgó del liderazgo regional. ¡Ay, el sindicato de agraviados!

¿Y qué dijo en el Ritz el hoy vicepresidente del Parlamento Europeo? Fiel a su estilo y consciente de las expectativas de su público, don Alejo desgranó una arenga apocalíptica, un alegato tremebundo contra la reforma estatutaria: "Se trata de liquidar el Estatuto vigente para alumbrar un texto aberrante que hace desaparecer el Estado español de esta Comunidad"; lo que mueve al tripartito "es la voluntad maligna y corrosiva de destruir nuestra Ley Fundamental, de demoler el pilar de nuestra paz civil, de nuestro progreso y de nuestra supervivencia como sociedad integrada y solidaria"; "el tripartito os arrastra a la ruina con este Estatuto obsesivamente intervencionista, rabiosamente anticonstitucional y enloquecidamente subversivo. Movilizaos contra él, defendeos de Maragall y de Carod, contraatacad... O acabamos con el Estatuto nacionalista, o el Estatuto nacionalista acaba con todos nosotros". "Con los nacionalistas no hay que dialogar, hay que hacerles morder el polvo en las elecciones y poner en evidencia sus miserias". Ahora, si fuese usted del PP, compare este alarde pirotécnico con la foto de Piqué en el brindis del Parlament, el 11 de septiembre, y Piqué le parecerá un blando, un frívolo, un descreído, un colaboracionista con el enemigo.

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Desairado por sus cofrades de Madrid mientras los de Barcelona procuran erosionarle, puesto en evidencia ante su medio social y profesional, insultado por los cancerberos del aznarismo... ¿no hay en Cataluña una empresa, entidad, fundación u ONG solvente que pueda redimir a Josep Piqué i Camps de este inmerecido tormento? A no ser que le guste, claro está...

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