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Columna
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Castigo divino

Además de los ya muy comentados asuntos sobre la fragilidad con que el Estado y la sociedad norteamericanas han aparecido estos días ante el mundo, una de las cosas que más me han llamado la atención de la catástrofe humana habida en el delta del Misisipi ha sido la relación -interesada en muchos casos, ingenua en otros- establecida por algunos sectores entre los destrozos provocados por el huracán y las decisiones divinas. Leyendo algunas de las páginas publicadas en la prensa escrita o en Internet, pareciera que hubiéramos retrocedido a la Edad Media, cuando, ante la incapacidad de explicar las causas y los efectos de muchos fenómenos, éstos eran aprovechados desde los púlpitos para amenazar a la gente, llevarle a la guerra o culparle por sus pecados.

Algunos imanes y grupos islamistas han caracterizado el huracán Katrina como "un soldado enviado por Dios para ayudarnos en nuestra lucha", lo que les sirve para demostrar tanto la maldad de quienes se han hecho acreedores a semejante castigo, como la bondad de quienes han sido merecedores de la intervención divina en apoyo a su causa. "No penséis que Dios no se ocupa de las injusticias cometidas por los tiranos", rezaba una de las arengas publicadas en días pasados, recogiendo las palabras de un clérigo fundamentalista. Leyéndolas, me acordaba yo de los encendidos discursos de Bush pidiendo la bendición y la ayuda divina en su particular cruzada contra el mal, como si se tratara de una tosca réplica dibujada en ese espejo distorsionador de la realidad en que algunos pretenden convertir la historia.

Dios ha sido también invocado por las víctimas, ya sea para buscar el consuelo y la ayuda que las autoridades responsables de hacerlo no han proporcionado a los millares de afectados, ya para agradecerle que haya atendido las oraciones de muchas personas que, encaramadas a los tejados, rezaron durante horas pensando que el agua les acabaría también engullendo. "¡Gracias por ser nuestro refugio en la tormenta!", clamaba el domingo un pastor, en un improvisado servicio religioso celebrado entre casas devastadas, para acabar el sermón pidiendo el milagro: "Dale sabiduría y luz al presidente Bush".

Siempre he tenido un profundo respeto por la fe desde la que muchas personas, entre las que se cuentan buenos amigos, desarrollan su vida y tratan de dar coherencia a sus actos. Pero me ofende la manipulación que -entrado ya el siglo XXI- algunos siguen haciendo de los fenómenos físicos, otorgándoles intenciones divinas; de la misma forma que me produce un gran desasosiego la manera en que otros se refugian en el misticismo para buscar consuelo, evitando mirar de frente a la dura realidad de las torpezas cometidas por los seres humanos. Exista o no exista Dios, seguro que él no es quien ha urbanizado el delta del Misisipi, quien ha construido ciudades bajo el nivel del mar, ni quien ha desviado el dinero presupuestado para reforzar los diques de contención dedicándolo a otras actividades como la guerra.

Estos días me han venido a la memoria las inundaciones de Bilbao de 1983. Entonces nadie trajo a Dios a colación, pero muchos se empeñaron en ocultar las barbaridades realizadas con anterioridad en los montes, en las ciudades y en los cauces de los ríos, que tanto contribuyeron al desastre, prefiriendo subrayar el carácter excepcional del fenómeno. Y es que la capacidad de la mente humana para huir de la realidad, para evitar hacerse preguntas incómodas y para buscar explicaciones donde no las hay, parece infinita.

Total, que así nos va y, lo que es peor, así les irá a nuestro nietos. No hace falta tener dotes de adivino para saber que la naturaleza seguirá rebelándose y que, de tarde en tarde, las consecuencias de esa rebeldía serán funestas.

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