El bien más precioso
Quisiera exponer unas breves reflexiones acerca de los premios y de su incidencia en la vida literaria o artística del creador. Parto del principio de que una obra no será mejor ni peor por el hecho de obtenerlos. Autores hay que no cosecharon en vida laurel alguno y nos legaron una obra indemne por el paso del tiempo. Otros hay que acumularon medallas y recompensas a lo largo de su existencia y hoy apenas sabemos quiénes fueron ni qué escribieron, pues su obra no alcanzó a trascender la actualidad y desapareció con ella. Los primeros trabajaron en una soledad fecunda, sin preocuparse por el éxito y el reconocimiento. Evitaron la notoriedad fácil y el propósito de hacer carrera que identifican de inmediato a quienes por vanidad o afán de lucro se transforman en el pelota o trepa orgánicos al servicio del poder, del partido o la empresa. Los segundos, todos los conocemos, corren tras la celebridad, el poder, los fuegos de artificio de la gloria mediática. Son personajes, no personas. Quieren ser famosos, y con arte y paciencia en el manejo de las relaciones públicas, llegan a serlo. Tienen muchas tablas en eso de ganar palmas y de ascender en el escalafón. Si no logran el prestigio nacional, se aferran a la consecución del local. Aspiran a que, al fallecer, su nombre, y tal vez su estatua, figuren en las calles de su patria chica, conforme a un programado y patético anhelo de inmortalidad. Tal es su irrisorio destino.
Digo esto y a continuación me corrijo. Para abrirse paso en medio de tanta trapacería e ignorancia cerril, los jóvenes con talento necesitan el estímulo de los premios honestos, es decir, los no concedidos de antemano. Las leyes del feroz dios Mercado y esa terca inclinación nacional por la novela-refrito y la facilidad desastrosa de los versificadores de oficio conspiran para ahogar las voces críticas y los planteamientos individuales. La marea del producto editorial anega al texto literario. Cuando un joven creador me explica sus dificultades para encontrar editor, le respondo que si yo firmara Perico de los Palotes y enviara el manuscrito de Don Julián a los grandes consorcios de la industria del libro que acaparan hoy la casi totalidad del mercado, la novela sería con toda probabilidad rechazada y devuelta al remitente. A la censura política del franquismo sucede otra, más sutil y nefasta: la del supuesto "lector medio", alérgico a todo asomo de originalidad, que quiere más de lo mismo y se abastece para ello en los Kentucky Fried Chicken del producto prefabricado con miras al palmarés de los campeones de ventas. Tal es el ferial acotado. Los novelistas, poetas y artistas que, con una buena dosis de heroísmo, se esfuerzan en forjarse una lengua y un mundo propios viven extramuros. Son independientes, y esta independencia es el bien más precioso del que disponen. Conocen el dilema, expuesto por Antonio Saura de forma lapidaria: o hipo de la moda o moderna intensidad. La moderna intensidad circula a través de los tiempos. Ningún premio ni desdén la afectan. El escenario de los divos se apaga y los devora. Por eso la soledad del corredor de fondo será la apuesta mejor.
Me excusarán, para terminar, unas pocas palabras de índole personal. En mi juventud tuve la gran suerte de no conocer en España gloria alguna sino, como dijo un gacetillero del Régimen, la de "ser más conocido en las comisarías que en las librerías". Me despiojé, lavé y eduqué fuera. A pulso, día tras día, me consagré a la difícil conquista de la libertad política, social, artística y personal. Muerto Franco, asistí con alivio a la transición democrática que cuajó, tras las vicisitudes que ustedes conocen, en la Constitución de 1978; pero, como advertí pronto, este cambio feliz no fue acompañado con una transición similar en el ámbito de la cultura. La inercia del pasado fue más fuerte. El salto de un atraso y abandono seculares a la condición de "país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos" se tradujo en la emergencia de una sociedad hipermoderna, admirable por su lozanía y empuje, pero incapaz de asumir los principios intelectuales y éticos que vertebraron la España republicana por la que combatieron nuestros compatriotas más íntegros y lúcidos en la Guerra Civil. Por dicha razón, he procurado mantenerme al margen del mundo oficial y de todo poder mediático. Sólo la regresión de Aznar al nacionalcatolicismo más obtuso y rancio me obligó a saltar a la arena política. Desde el 14-M respiro de nuevo y vuelvo a ser lo que soy: un simple ciudadano que se siente más seguro de sí mismo cuando es declarado persona non grata -como ocurrió aun en la pasada época, por mi defensa de los inmigrantes de El Ejido- que al recibir una recompensa, a todas luces digna, como la que otorgan, a mis compañeros y a mí, en el presente acto.
Me alegra, en cualquier caso, que el premio, el primero que a la edad de 74 añitos se me concede en España, sea el de la autonomía más pobre de la Península, pero que, a juzgar por las estadísticas, dispone de mayor número de bibliotecas y agencias de lectura y ofrece el mejor ejemplo de integración de los inmigrantes. Ello la honra, me honra y nos honra a todos los aquí reunidos. ¿Habrá que recordar las discriminaciones del pasado a los charnegos, maketos, extremeños, coreanos, murcianos y demás gente "de mal vivir" que evocaba Alfonso Sastre en Lumpen, marginación y jerigonza, o las que sufren los gitanos, sudacas, magrebíes o africanos en algunas zonas de la España admitida con honores en el Club de los Cresos? Lo barrido a las afueras me ha atraído siempre más que el centro lucido y pulcro, porque la verdad florece precisamente en los límites y costuras de la sociedad. Extremadura es un buen acechadero, desde aquí se avizora con mayor nitidez y distancia el forcejeo desaforado por el poder de quienes se vieron privados de él por una decisión soberana del pueblo y el penoso espectáculo de algunas autonomías ricas, pero insolidarias y gárrulas, incapaces de hallar un término medio entre la visión republicana de Azaña y el federalismo de Pi y Margall.
Para concluir. Al divulgarse la noticia del galardón, un amigo me dijo: "Tu obra es extrema y dura. El premio la ha nombrado". Creo que Julián Ríos no erraba: por esta relación entre el nombre y lo nombrado disfruto del privilegio de estar aquí entre ustedes.
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