_
_
_
_
Reportaje:

Lecciones de infierno

La experiencia de la epidemia de Marburg en Angola obliga a la ayuda de emergencia a revisar sus métodos

La ciudad de Uige (180.000 habitantes, norte de Angola) había aprendido desde 1975 a convivir con el miedo, la asfixia, la mugre de la guerra civil. Pero no estaba preparada para lo que se abatió sobre ella en octubre: una epidemia de Marburg, enfermedad que no tiene cura, que se incuba en una semana y en tres días más mata atrozmente, entre hemorragias, diarreas y vómitos; se contagia con apenas el tacto o el sudor. Murieron 350 personas, un 44% niños. El esfuerzo de Médicos Sin Fronteras (MSF), de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y del personal sanitario local logró salvar a 12 infectados, en tres meses y medio de lucha. Ese infierno proporcionó algunas lecciones. A partir de Uige, MSF ha elaborado una guía de actuación, que se publicará en septiembre. Su autora, Raquel Ayora, fue la coordinadora sobre el terreno en Uige.

La gente gritaba: "¡Llegan los demonios!", y apedreaba las furgonetas médicas

"Cuando llegamos a últimos de marzo la ciudad era pánico puro, la gente no salía de casa", recuerda Ayora. "¿Cómo no, si lo que había colapsado era precisamente el hospital? Casi una veintena de miembros del personal sanitario se habían contagiado, y se temía que todos los niños a los que habían tocado en el área de pediatría podían ya haber contraído el Marburg. Todo el mundo había huido del hospital. Estaban mezclados enfermos y cadáveres. Si no hay hospital, es una bomba de terror, y nadie sabe ya cómo y dónde curarse de nada".

La primera medida de MSF fue crear una unidad de aislamiento, donde médicos y enfermeras sólo podían entrar con trajes especiales. Era peligroso hasta hacer análisis de sangre, porque al pinchar se puede sufrir una herida e infectarse; hubo que recurrir a los análisis de saliva. Y, si no hay cura, ¿qué hacer con los enfermos confirmados? Sólo cabe tratar oralmente los síntomas: intentar que baje la fiebre, reducir las diarreas, rehidratar un mínimo.

Pero la catástrofe se esparcía por la ciudad fantasma. La epidemia de Marburg se combinaba con la del miedo. Las familias se atrincheraban en su hogar con muertos y enfermos. Las autoridades sugerían sitiar los barrios o las casas sospechosas y aplicar la cuarentena a punta de fusil. Y, mientras crecían las víctimas, había la premura de enterrar los cadáveres.

La ayuda de emergencia cometió errores. Iban por las casas, cogían los cuerpos, se los llevaban, los enterraban; se llevaban a los enfermos y los enfermos no volvían, sólo la noticia de su muerte. Aquellos intrusos iban vestidos de marcianos, con trajes aislantes, máscaras. Uige sigue siendo una ciudad estremecida por la guerra reciente, y es fácil propagar rumores. "¡Llegan los demonios!". Se expandió la teoría de que los demonios de extrañas ropas se apoderaban de los muertos para hacer brujería, de los vivos para torturarlos y matarlos. La gente apedreó las furgonetas de los demonios. Muchos trabajadores locales que colaboraban con los médicos blancos desertaron, no querían ser reconocidos, señalados con el dedo como cómplices de los demonios. Los enfermos huían y buscaban a los quimbandeiros (hechiceros) que les ponían cualquier inyección y con cualquier jeringuilla; y las autoridades, sin decirlo, temían a los quimbandeiros porque su feitiço (magia) es poderoso.

"Vimos que necesitábamos un enfoque más humano y menos técnico", dice Ayora. "Comprendimos que los entierros eran la puerta a la comunidad. Las familias sentían como una afrenta no poder lavar a sus muertos y darles un funeral de tres o cuatro horas. Decidimos pedir permiso a los sobas , a los familiares, a todo el mundo. Cambiamos nuestra actuación. Llegábamos vestidos de civil, nos poníamos el traje aislante y la máscara ante los familiares, hacíamos que alguno de ellos viera cómo recogíamos al muerto, cómo lo lavábamos, cómo lo metíamos en un saco o en un ataúd. Nos tomamos el tiempo aunque no lo tuviéramos. Aprendimos a respetar".

En un reciente brote de Ébola (enfermedad hemorrágica similar al Marburg e igualmente letal) en Gabón la ayuda de emergencia tuvo que huir, porque la comunidad, presa de histeria, amenazaba con empapar las manos en la sangre y fluidos de los muertos y luego tocar a los médicos. "En Uige aprendimos a negociar, a adaptarnos", señala Ayora. "Aquello no era un problema antropológico, sino de psicología social. ¿Por qué tratar a esas gentes de forma distinta a como trataríamos a las víctimas de una epidemia en el mundo rico? Si aquí o allí llegas con el mensaje de que esta enfermedad no tiene cura, la gente huirá de la ayuda médica. Así que les dimos alternativas: podemos aliviar los síntomas; si ustedes no quieren hospitalización haremos lo posible, pero internados les cuidaríamos mejor".

Las lecciones de Uige son agridulces, pero están ahí. El Marburg sigue sin cura (hay al parecer experimentos militares estadounidenses de una vacuna contra el Ébola, y quizá el Marburg, ya que podrían utilizarse en una hipotética guerra bacteriológica), y ni siquiera se conoce su origen (se especula con que en Uige pudieron transmitirla murciélagos de una mina abandonada). Pero quizá ahora está más claro que la solución ante la epidemia combinada de Marburg y pánico no puede ser nunca la cuarentena impuesta a la población. Lo crucial es proteger a las familias, tanto en lo puramente médico como del miedo y de la estigmatización.

"En un principio los moribundos yacían en el hospital, en la noche negra, terriblemente solos", recuerda Ayora. "Pero dejamos pasar a los familiares. ¿Cómo iba a morir la gente sin los suyos alrededor? Y, si no había familia, quizá podían tener la radio puesta, o una linterna encendida para borrar el horror de la oscuridad. Son esas pequeñas cosas las que hay que no descuidar, nunca, nunca, pase lo que pase".

Personal de Médicos Sin Fronteras entra, en abril, en la casa de un sospechoso de padecer Marburg, en Uige (Angola).
Personal de Médicos Sin Fronteras entra, en abril, en la casa de un sospechoso de padecer Marburg, en Uige (Angola).REUTERS

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_