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Columna
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Entre vallas

Escribo estas líneas envuelta en temblores de perforadoras. Creo que los vecinos del madrileño paseo de la Florida comprenderán lo que quiero decir. Todo empezó con la construcción del centro comercial y cines de Príncipe Pío. Cuando veo esa magna obra ya terminada me parece que la he hecho con mis propias manos. Sólo me faltó conducir las excavadoras y las hormigoneras. Han sido años de asistir pacientemente a la extracción de toneladas y toneladas de tierra, al soterramiento de cimientos y profundos aparcamientos, al entrelazado de hierros y posterior llenado de cemento. Estaba tan familiarizada con los obreros que si no me apostaba por lo menos cinco minutos al día ante la ventana casi los echaba de menos. El del pelo largo, el de la superespalda. De vez en cuando llegaban unas damas con planos en las manos y esbeltas, que debían de ser las aparejadoras, quizá arquitectas. Cuando en verano estas ninfas de lo técnico circulaban entre los bosques de hierros, andamios y vigas revisándolo todo, los que llevaban los torsos desnudos se ponían camisetas creando un ambiente excesivamente formal, casi de oficina.

Por lo que ellas se libraban de ver el topicazo del obrero musculoso sólo vestido con botas, pantalones y casco. Menos mal que en cuanto las ninfas se iban todo volvía a la normalidad. Las camisetas regresaban a sus escondrijos, y mis pupilas, a sus cuerpos semivestidos. Pero, ojo, tampoco ellos las miraban, ¿o las mirarían con disimulo? El ramo de la construcción, que tradicionalmente no ha consentido que pasara ninguna mujer bajo sus andamios sin decirle algo, ahora se sentía indiferente ante las ninfas. Desde la ventana vi, como en una fotografía, que algo había cambiado entre nosotros. Pero ésta sería otra historia.

Fueron días lentos. La obra era como una de esas películas en que, como suele decirse, se ve crecer la hierba. O como las novelas en que diez páginas después los personajes aún están tomando el té. No digo que no sea interesante ser testigo de principio a fin de cómo se va concretando ante los ojos lo que sólo es un proyecto en un papel, de cómo se va convirtiendo en real. Y, sobre todo, lo difícil que es materializarlo, la gran cantidad de cosas que se necesitan sin contar el trabajo y el esfuerzo físico, que sería infinitamente mayor sin esas cosas. Qué despliegue de máquinas, cada una con su ruido particular. ¿Por qué no se han inventado con silenciador? Al principio uno no se fija, pero con el tiempo, el oído se va haciendo y va distinguiendo los diferentes matices. El ruido de la hormigonera es bronco y monótono. Luego está la sierra metálica donde parece que siempre hay algo que cortar. La perforadora, o como se llame, taladrando la acera hasta el fondo del oído interno. Las excavadoras, machacando el lóbulo frontal, mientras arrancan tierra y escombros, que los camiones se llevan a alguna parte. Las enormes ruedas de los camiones pasando una y otra vez en plan pesadilla que se repite. La potencia de los motores tronando juntos. Me queda por saber cuál es el rugido de una tuneladora. Tal vez ahora salga de dudas, puesto que, tras el centro comercial y los cines, para que los vecinos de esta zona no nos malacostumbremos a la buena vida, se está haciendo un túnel. Espero que esta construcción, como la del centro comercial, se acabe... algún día. Pero antes de que ese bendito momento llegue, para no romper la cadena, para que los motores no se enfríen, ya están comenzando otras obras, las del intercambiador. Aunque me pillan unos metros más lejos, las temo. Las temo mucho. Se me dirá que esta reforma sí es necesaria, pero a estas alturas me da igual. ¿Es que alguien piensa mí?

Hace tanto que no oigo el sonido de los pájaros. Cuando compré esta casa la promoción se llamaba Entre Parques. Ahora debería llamarse Entre Vallas. La gente me dice que nunca estoy en casa porque no cojo el teléfono, y no cojo el teléfono porque no lo oigo. Me he acostumbrado a hablar a gritos, así que cuando estoy en un sitio normal la voz se me dispara y la gente se me queda mirando. Estoy harta de que se repita la broma esa de Dani de Vito de a ver cuándo encontramos el tesoro... Es muy fácil hacer gracias cuando se puede pensar. A ver quién puede pensar en esta ciudad con grúas por arriba y socavones por abajo. Con no rompernos las narices tenemos bastante. O con llegar a la boca de metro de Moncloa. A ver quién es el guapo que va ahora por la M-30 pensando tonterías. Es muy fácil ser Dani de Vito, hacer un chiste y marcharse. Y muy difícil, una hazaña, ser madrileño.

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