Confieso
Confieso haber presenciado involuntariamente cómo una celadora del hospital Severo Ochoa encendía y consumía un cigarrillo en el control de la tercera planta. Confieso haberlo comentado con un familiar. Y confieso no haberme callado mientras una compañera lo escuchaba y acudía rauda a informar a la fumadora.
Soy consciente de haber violado la intimidad de la ofendida dama, y admito humildemente la airada regañina que me proporcionó en la primera ocasión que tuvo. Tal y como me dijo, ella puede fumar cuando quiera. Y, además, ¿quién soy yo para verlo? Confío en que la pública disculpa que ahora hago me ayude a conservar mi conciencia tranquila. Perdón, perdón, perdón.
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