Consumiendo libertades
Me gustó cómo nos regañaba la ministra Narbona: somos unos nuevos ricos. Es verdad. Tan reciente es nuestra relativa soltura económica que no ponemos límites a nuestros deseos. Compremos un arpa al niño, un gorro de cascabeles a la abuela, una carroza de mil corceles a mamá... Temo que a muchos no les sea posible: será que les falta imaginación. Lo interesante de Narbona es que señala al agua que corre por grifos y piscinas cuando ya hace mucho tiempo que no sale del cielo; o que se despeña al mar por torrentes y desembocaduras sin que nadie la canalice. Pero por este asunto hace tiempo que salen navajas. Se queja, y yo con ella, del despilfarro de gasolina. Es como en los cuentos de avaricia: "Ya se le ve el fondo", decía la dueña de la bota donde atesoraba monedas. Yo le vi el fondo hace muchísimos años: en lugar de un nuevo rico soy un nuevo (viejo) pobre. Hasta escribí hace algunos años un libro sobre la sociedad de consumo (Salvat); y también regañaba, aunque creo que hacía unas advertencias sobre cómo los consumistas acabarían con la sociedad de Franco: no sólo hace feliz la posesión de todos los objetos anunciados en televisión, sino que necesitamos libertades para usarlos: consumir libertades. Las gentes que consumen hoy en España con alguna libertad no llegan a una cuarta parte de la población, y aún en ella los miembros dirigidos y pasando por el trance de la educación, tan duro, están sujetos y limitados en sus deseos: les compran lo que despreciarán unos minutos después, pero tendrán que fingir que les gustan. Los que otorgan libertades necesitan que la gente se lo agradezca: por eso los tiranos necesitan siempre desfiles, periódicos, televisiones y pintores de cámara. Desgraciadamente, este país sigue teniendo ocho millones de personas viviendo por debajo del límite de la pobreza, y no sé cuántos millones en pobreza vergonzante.
Sí, dejamos correr el agua; sí, dejamos correr la manguera de gasolina, querida Cristina, pero es que esta civilización nos ha hecho así, hemos creado unas clases minoritarias que necesitan eso para estar en la vida. Les hicimos creer que el hombre feliz no tiene camisa: qué canallada. Y que el dinero no hace la felicidad: sí la hace.
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