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La lotería de los inocentes

Antonio Muñoz Molina

Parece que alguien debe pagar por las culpas y los errores de otros, y que quien pague ha de ser inocente. Personas en posiciones poderosas cometen equivocaciones criminales, se dejan llevar por la ambición o la codicia o por la simple estupidez, siembran ideas falsas y venenosas, toman decisiones de consecuencias catastróficas; comunidades enteras se afilian con júbilo escalofriante a la ceguera y al fanatismo: da la impresión de que no sucede nada, y de que errores y disparates pueden sucederse sin precio alguno para quien los alienta y quien los comete. Alguien paga siempre, sin embargo, y suele ser el azar quien lo elige: alguien que no tiene parte ni responsabilidad en las causas de su desgracia, que literalmente pasaba por allí.

Pasar por donde no se debe sí que es una equivocación trágica. Acaba de confirmarse lo que ya se sabía, que el electricista brasileño Jean Charles de Menezes no se resistió a los policías británicos que le dispararon siete veces a la cabeza, que no había salido huyendo cuando le dieron el alto, que ni siquiera le dieron el alto ni llevaba una mochila sospechosa. Cada instante en la vida es una yuxtaposición vertiginosa de casualidades y decisiones. De todos los lugares del mundo, Jean Charles de Menezes eligió Londres para buscarse la vida lejos de su país, o fue allí porque tenía un amigo: y quién sabe cuántos azares mínimos se conjugaron para que saliera de su casa en un barrio de emigrantes a una cierta hora, y entrara en el metro en el momento justo en el que unos policías iban a elegirlo como víctima perfecta, en la gran lotería del sacrificio de los inocentes.

Como en los dibujos forenses donde se representa la trayectoria de una bala, una línea de puntos o una flecha lleva directamente de la cabeza destrozada de Jean Charles de Menezes a la cara vacua y afable y a la sonrisa rígida de Tony Blair, y a toda una suma de decisiones políticas cuyas consecuencias nunca pagan quienes las han tomado. Para que ese pobre hombre muriese una mañana en el metro, una desolada mañana laboral en una ciudad extranjera, mientras se disponía a sobrellevar el viaje leyendo un periódico gratuito, ha hecho falta que el presunto laborista Blair secundara al rústico iluminado George W. Bush en la invasión desastrosa de Irak, pero ésa es una sola de las culpas que Jean Charles de Menezes fue elegido para expiar. También ha hecho falta que con el dinero del petróleo saudí se extendiera por el mundo musulmán la versión más fanática y oscurantista del Islam, y que en los años ochenta los Estados Unidos apoyaran el fundamentalismo de los talibanes para dañar a los soviéticos en Afganistán, y que las clases dirigentes árabes hayan preferido durante tanto tiempo perpetuar el control oligárquico sobre sus países y alentar el victimismo antioccidental y antiisraelí de sus súbditos en vez de hacer algo a favor de la igualdad o la justicia. Y ha sido preciso además que en Europa, y particularmente en Gran Bretaña, los dirigentes políticos e intelectuales hayan favorecido un blando multiculturalismo según el cual la instrucción pública universal y la defensa de los valores civiles y laicos es una imposición imperialista, un atentado contra la identidad cultural de las minorías inmigrantes. Salman Rushdie, que sabe de lo que habla, ha recordado últimamente la furia y la impunidad con que dirigentes musulmanes británicos apoyaron en público su condena a muerte por blasfemia en 1989; y también se acuerda de colegas intelectuales que prefirieron unirse a sus agresores o al menos quedarse en una postura equidistante, dado que, al fin y al cabo, él, Rushdie, era culpable de herir con la irreverencia de su libro sensibilidades religiosas que al parecer están exentas del escrutinio de la libertad de expresión y de la igualdad ante la ley, esas dos antiguallas de la vieja Ilustración.

Ésta es la doble sabiduría de Blair por la que ha pagado Jean Charles de Menezes: por una parte, secundar una invasión, en nombre de la guerra contra el terrorismo, cuya consecuencia principal está siendo la multiplicación del número de los terroristas; por otra, ofrecer todas las ventajas de la tolerancia europea a algunos de sus peores enemigos.

Se dirá que la vida de un solo ser humano es muy poca cosa, en el paisaje inmenso del dolor y la destrucción, de la injusticia y el desorden del mundo. Pero esa cosa mínima era todo lo que tenía Jean Charles de Menezes, y lo que tenemos cada uno de nosotros, de modo que es un ultraje saber que a veces hay que perderla por la simple razón de que haya sido elegida al azar para pagar las culpas de otros. En el bombo de esa lotería hay un número para cada uno. A las vidas de los demás cualquiera renuncia con desenvoltura, hasta con elegancia.

El pago le puede ser reclamado al inocente en cualquier momento, y es inapelable. No se puede saber cuál entre nuestros actos resulta decisivo para que se nos elija. Entrar en el metro una mañana, pararse a recoger un periódico gratuito, valiosos segundos perdidos sin los cuales no habríamos estado en el lugar que nos correspondía. Un hombre cruza un paso de peatones confiando en que está verde la luz del semáforo y un coche a toda velocidad lo atropella y lo mata, y el conductor se da a la fuga. Con el tiempo se acaba descubriendo que el homicida es un bailaor joven y famoso, gitano, en la cima del éxito. Se cumple aquí otro axioma del juego entre los culpables que permanecerán impunes y los inocentes que han de ser sacrificados: el culpable tiene un nombre conocido y una figura pública; el inocente es anónimo, lo cual ya es un adelanto en el proceso conveniente de su eliminación. El bailaor Farruquito conduce sin carnet un coche de máxima potencia a una velocidad temeraria, atropella a un hombre y ni siquiera se detiene a prestarle la ayuda que podría haberle salvado la vida, la única que tiene. Es detenido y juzgado, y su única condena es pagar una cantidad modesta, algo más de cien mil euros, que ni siquiera saldrán de su bolsillo.

¿Cien mil euros es el valor de la vida de un hombre, todo lo que hay que pagar por quitarla, la compensación que merecen aquellas personas para las que la víctima tenía una identidad y un nombre, una voz, una presencia cálida que fue borrada delmundo para siempre porque este hombre cometió el error, casi el delito, de cruzar la calle confiando en la garantía del paso de peatones?

Había unas cuantas cosas por las que era preciso que alguien pagara: una cultura masculina embrutecida, alentada por la industria y por la publicidad, en la que el coche es la representación arrogante de una fantasía de potencia física, y a causa de la cual conducir por las ciudades y por las carreteras españolas es con mucha frecuencia una aventura peligrosa, un tormento para las personas prudentes y pacíficas; una legalidad que parece calculada para favorecer la impunidad de los conductores más chulescos, los que se creen tan hábiles que para ellos no cuentan las limitaciones de velocidad ni las advertencias sobre el alcohol y al mismo tiempo se saben a salvo de cualquier castigo serio, por muy graves que sean las consecuencias de su chulería; y una sociedad con muy poco pulso cívico, embotada por el espectáculo permanente de los malos modos, del ruido, de la primacía de la sinrazón grosera y el capricho por encima de la educación, la sensatez y la ley. También tenía que pagar alguien por la idea tóxica de que por encima de las responsabilidades personales que fueron en otro tiempo la espina dorsal de la ciudadanía está la pertenencia difusa a grupos, géneros, pueblos, etnias, culturas. Perteneciendo Farruquito a la etnia gitana, víctima de marginalidad y persecución durante siglos, quien le exigiera responsabilidad por sus actos podría ser automáticamente sospechoso de racismo. Si los sufrimientos de otros en el pasado pueden ponerse oportunamente al servicio de los privilegios y las impunidades del presente, no es posible la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que era, según recuerdo, otro de los pilares de la democracia. El hombre muerto en el paso de peatones, al parecer, no pertenecía a minoría alguna que pudiera reclamarlo como héroe o mártir, no era parte de un pueblo sobre cuya esencia colectiva se proyectara como una injuria el delito de su atropello. Jean Charles de Menezes ni siquiera era musulmán, tan sólo pobre y emigrante. Conviene que la víctima y los suyos se queden solos en la muerte, y así el olvido actuará con más eficacia sobre ellos. Gracias al precio que otros han pagado, Tony Blair podrá seguir perfeccionando su rígida imitación de sonrisa política norteamericana, y el bailaor Farruquito, como tantos otros conductores españoles, tendrá la oportunidad de disfrutar de su coche sin las enojosas limitaciones a que se vería sometido en otros países, donde las autoridades tienen la molesta costumbre de aplicar las leyes, y donde se concede algo más de valor a la vida humana.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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