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RELATOS DE LA SERIE NEGRA

Informe Windsor

El 12 de febrero, a eso de la medianoche, estoy viendo TVE-1 cuando aparece el Windsor envuelto en llamas con la hiperrealidad que le dan a cualquier cosa las pantallas líquidas. Casi se pueden leer los folios despedidos por las ventanas. Las chispas son de un rojo tan rojo que parecen una imitación de rojo, y las motas de ceniza, más negras que la misma noche.

Me cuesta creer que en esa imagen de la tele trabaje yo, en la planta 16. Que ahí tenga una mesa, y dentro de un cajón de la mesa, un espejo, una bolsa de aseo de Iberia, un paquete de galletas y unas zapatillas de deporte para salir a correr un rato al mediodía. Qué raro es todo. Y aunque por lo general los analistas de inversiones rehuimos preguntarnos por el sentido de la vida porque eso nos pone melancólicos, y la melancolía debilita, y la debilidad no sirve para nada, casi estoy a punto de caer.

Ni él ni nadie la mira. El ambiente en nuestra oficina es asexuado. Al pasar tantas horas juntos hemos acabado viéndonos como hermanos y hermanas
La angustia me empuja hasta la calle. Corro entre las chispas y las cenizas. Un bombero me pregunta a gritos si hay alguien dentro, pero sigo corriendo
Vemos una ráfaga de luz blanca que baja por la escalera y nos quedamos paralizadas. Quiero decir: Carol, quieta, y yo, paralizada. "¿Quién es?", pregunta Carol
Después de subir 16 pisos con los músculos agarrotados, ahora vuelo sobre la moqueta. Sobre la inflamable moqueta. ¿Por dónde irá el fuego?

Menos mal que, de pronto, otra imagen me hace dar un bote en el sofá. Es Carlos Estrada, el managing director de la empresa, contestando a los periodistas. Las llamas del fondo parecen salirle de la cabeza. ¿Un ángel? ¿Un demonio? Carlos es la ambigüedad total. Nunca se sabe lo que piensa. Por eso su nerviosismo es sorprendente. La gente normal no puede notarlo, pero otro de su especie sí. Para algo han de servir las largas, larguísimas reuniones, negociaciones y continua presión psicológica en que vivimos.

Al ser sábado me llama la atención que vaya en ropa de trabajo. Uno de sus trajes oscuros con ese algo especial que los distingue de las imitaciones y el eterno aspecto de ducharse tres o cuatro veces al día y de haber eliminado la cena de la dieta. No me extraña que los periodistas enseguida lo hayan detectado como un posible directivo del Windsor. Tiene 39 años, está casado y personalmente creo que ambiciona subir un escalón o dos más. Carlos siempre nos recomienda que aprendamos a relativizar los éxitos y los fracasos, pero que jamás, en ningún caso, bajemos la guardia. Estar alerta es la clave. Y no lo dice por decir, él lo está cada minuto del día. Lo demuestra el hecho de que ya se encuentre en el lugar del desastre. Uno de los periodistas le pregunta cuánto tiempo llevaba trabajando en la torre. Y él contesta que muchos años. Claro que mucho tiempo para nosotros puede consistir en tres o cuatro años, lo que equivale a veinte para otros. Luego mira a su izquierda como si viese a alguien conocido. ¿Quién será? ¿Será alguien de la empresa?

Lo siento, le dice al periodista, tengo que marcharme, y hace el gesto habitual de pasarse la mano por la nuca, de modo que se le sube un poco la chaqueta y se le ve el cinturón. No hay nada que a la vista resulte más íntimo en un hombre que la camisa remetida por dentro del cinturón. ¿Cómo será Carlos Estrada en la cama con su mujercita? En la foto que hay sobre su mesa no puede resultar más insulsa. ¿Se calentará antes mirando alguna revista? Sin esta información no puedo considerar que lo conozca. Desde luego, nunca lo he pillado en un renuncio. Nunca se ha quedado mirando la tira del tanga que le asoma a Nube por sus pantalones extrabajos de cadera.

Ni él ni nadie la mira. El ambiente en nuestra oficina es asexuado. Al pasar tantas horas juntos hemos acabado viéndonos como hermanos y hermanas. También Nube es analista y tiene 27 años y una melena cobriza preciosa, que se seca con dos tipos de difusor. No le importa madrugar mucho para estar guapísima. No se permite un fallo en los informes ni un gramo de grasa de más. Creo que de pequeña se propuso ser perfecta y lo está consiguiendo. A veces, contemplar su constante esfuerzo deprime un poco, no sé por qué. Bueno, sí. Hace pensar en lo imperfecto que es el mundo. Quiere ser directiva como mucho a los 29.

A las 0.30 abre la puerta otra colega de la empresa que además es mi compañera de piso. Se llama Carol. Carol no le tiene miedo a nada. Lleva botas de sierra, vaqueros rotos y un anillo con una calavera. Esto en la calle, porque hay que verla en la oficina con sus falditas, sus blusitas y sus taconcitos. Sabe que allí se valora el estilo presentadora de telediario. Es project director. Está por encima de Nube y de mí.

Ha venido antes de lo previsto al enterarse de lo ocurrido en la torre y se queda pensativa cuando le cuento que Carlos Estrada ya está allí. Es de la opinión de que deberíamos acercarnos a ver qué ocurre. Así que me visto. Tomamos un taxi y le pedimos al conductor que nos deje lo más cerca posible de Nuevos Ministerios. Están cortando los accesos y las luces de los coches de bomberos colorean peligrosamente la noche.

-¿Habrá sido un accidente?, le pregunto.

-Eso ahora es lo de menos, dice Carol. Lo que importa es que salvemos el trabajo de esta semana.

-¿Qué quieres decir?

-Voy a entrar. Total, el fuego está muy arriba y lo están controlando. Tú haz lo que quieras.

-No creo que merezca la pena jugarse la vida por unos disquetes y unos cedés.

-No seas ridícula. Esto no es más peligroso que cruzar la calle.

Desde que la conozco, Carol tiene una gran influencia sobre mí. Me enseña muchas cosas. Me enseña, por ejemplo, que es mejor estar con hombres feos que la adoren a una, que no lo contrario porque al final lo que cuenta es tener la autoestima alta. Digamos que sentirse admirada y respirar bien es básico para consolidarse. Bordeamos el edificio y nos metemos por una salida de emergencia que usamos cuando volvemos de correr por los alrededores y no queremos que nos vean con mallas y deportivas, y de paso aprovechábamos para subir los 16 pisos andando y terminar de tonificarnos.

Dentro está oscuro. Tengo el corazón tan alterado que creo que me va a dar un infarto. Qué asquerosa cobardía.

-No te asustes -dice Carol, y comprendo por qué está por encima de mí en el organigrama.

Es entonces cuando vemos una ráfaga de luz blanca que baja por la escalera y nos quedamos paralizadas. Quiero decir: Carol, quieta, y yo, paralizada.

-¿Quién es? -pregunta Carol, a quien intuyo poniendo en posición la calavera del anillo y las botazas de sierra. Cojo entre mis manos el bolso como escudo.

Quien sea no contesta. Entonces, Carol me sorprende enfocándolo con una pequeña linterna. Vuelvo a admirarla, ahora por la previsión de llevar siempre con ella una linterna. Pero la del intruso es más potente y se escabulle hacia la salida.

-Éste no es un bombero -digo bastante acojonada.

Carol hace muy bien en pasar por alto tal consideración y comienza a subir la escalera.

-Encenderé de vez en cuando la linterna, pero no siempre para no llamar la atención.

Ascendemos bastante rápido. Quiero terminar con esto lo antes posible. Evito que se me cruce por la mente la idea de que podamos morir ahogadas y achicharradas y que no se entere nadie. En la televisión han dicho que el edificio estaba vacío, por lo que no nos buscarían aquí. Sin embargo, ya nos hemos encontrado abajo con alguien y ahora, a la altura del piso 10, oímos abrir la puerta del descansillo de un empujón, con prisa. Así que nos pegamos a la pared y sentimos una sombra pasar junto a nosotras con la agilidad de un gato gigante.

-Éste sí que debe de ser un bombero -digo.

Pero, como antes, Carol ignora mi comentario. Va concentrada en lo suyo. Su objetivo es la planta 16. Vamos sintiendo más y más calor. Ya queda poco. Aun así, en medio de esta locura se abre paso la analista que llevo dentro y analizo brevemente la situación. No se rentabiliza el riesgo que estamos corriendo por recuperar una semana de trabajo. Estamos preparados para trabajar lo que nos echen, el doble si es necesario en este caso. No dormir, no comer, no ver la calle. Ese espacio lo controlamos. Pero no éste. Carol, que como project director está acostumbrada a sopesar pros y contras, con mayor motivo lo habrá hecho ahora que nos jugamos la vida. En resumen, sospecho que hay algo más.

Por fin, sobre la 1.30 entramos en la planta 16. Hace tanto calor que nos quitamos los jerséis y nos quedamos en sujetador. Y de pronto me encuentro con el pequeño problema de dónde dejar el jersey. Pasamos junto a los ascensores. Nos conocemos el trayecto con los ojos cerrados. Pero no hace falta porque para eso está la pequeña linterna de Carol y la luz naranja que entra del exterior. Primero los ascensores, luego las máquinas de bebidas y a continuación los baños. Enfrente, el laberinto de despachos y semidespachos panelados. Carol saca dos coca-colas de la máquina. Qué cachaza, si no lo veo, no lo creo. En cualquier caso, ha hecho bien porque la coca-cola me refresca y anima. Me dirijo corriendo a mi mesa. Después de subir 16 pisos con los músculos agarrotados, ahora vuelo sobre la moqueta. Sobre la inflamable moqueta. ¿Por dónde irá el fuego? Si no fuese por el momento crítico que estamos atravesando, recordaría la primera vez que entré en el Windsor, hecha toda una pardilla, para una entrevista. Me la hizo Carol. Al preguntarle por el horario, hizo una mueca. Pregúntame cuánto dinero vas a ganar, no cuánto tiempo vas a trabajar. Y, sobre todo, si este puesto te interesa, ni lo menciones delante de Estrada. Haré como que no te he oído.

Quién me iba a decir por aquel entonces que nos pudiésemos hacer tan amigas. Y no es de extrañar que la pobre Nube siempre haya estado celosa de mi relación con Carol pensando que me va a promocionar a mí antes que a ella. Estrada confía mucho en la capacidad de Carol, en su claridad mental. Coloco el jersey en el respaldo de mi silla de ruedas y cuando empiezo a recoger por los archivos lo que me parece más importante, se acerca Carol y me pide que lo deje. ¿Que lo deje? Hace el gesto de que me calle. Señala al fondo, donde está el despacho de Estrada. No puedo hacer otra cosa que seguirla aunque alguien crea lo contrario. Seguro que ese alguien no conoce a Carol. A estas alturas de la noche todavía no la he notado preocupada. Suena a lluvia, lluvia cayendo sobre chapa. Decido ser casi valiente y no salir corriendo escaleras abajo.

En el despacho de Estrada hay luz. ¿Cómo es posible? La puerta está abierta. Hacemos como los policías cuando van a irrumpir en una vivienda. Carol se sitúa a la derecha y me hace señas de que yo ocupe el flanco izquierdo. Entonces asomamos las cabezas. Estrada y Nube están dentro. Me quedo con la boca abierta y adelanto dos pasos dentro.

-Buenas noches -dice Carol.

Los demás no decimos nada. Sólo la miramos. Y es para mirarla. Está apoyada en el vano con sus botas de sierra que la elevan unos ocho centímetros sobre el nivel del suelo y un sujetador negro con aros que le hacen más pecho. Me impresiona verla así dentro del Windsor. Más que verme a mí misma, que precisamente hoy llevo puesta la ropa interior más vieja que tengo. Nube soporta una camisa empapada de sudor y se ha recogido el pelo con una goma. Estrada se ha quitado la chaqueta y la corbata.

-Sabía que te iba a encontrar aquí -le dice Carol a Estrada.

-Y yo, que ibas a venir. En cuanto se me acercaron las cámaras de televisión, imaginé que te enterarías de que estaba aquí.

-Eres un idiota. No tienes ni idea de dónde está guardado. Si no fuese por mí, ¿cómo te habría ido? Dime, ¿cómo te habría ido estos años? Nunca lo reconocerás.

Parece que estemos en la playa, sudorosos y con las caras enrojecidas.

-No le llames idiota -interviene Nube quitándose la camisa y atándosela alrededor del pecho porque no usa sujetador. Estrada la mira de reojo como no le he visto mirar nunca antes. Parece que nos estemos desnudando en todos los sentidos.

También él opta por desabotonarse la camisa. En este contexto resulta guapo. De vez en cuando, algunas gotas de agua salpican la ventana. Finalmente se la quita y la arroja a un rincón igual que un papel arrugado. Una pequeña medalla descansa sobre el vello del pecho. Qué curioso.

Entonces Nube saca de su mochila unos cedés y los pone ante las narices de Carol sin soltarlos. Carol sale corriendo y regresa al minuto con gesto de gran contrariedad. Pone una cara de psicópata que asusta. Puede que haya estado compartiendo piso con una psicópata.

-¿Qué es todo esto, Carol? -me atrevo a preguntar.

Nadie me contesta, no cuento en este peligroso triángulo. Estrada se quita el cinturón y se desabrocha el primer botón del pantalón paseando de un lado a otro del despacho. Se pasa la mano por la nuca mojada, pero ahora ya no se le abre la chaqueta ni se le ve la camisa. Tendría que verle así la de la foto, entre mujeres medio desnudas.

-Lo que has hecho no tiene nombre -dice pegando un puñetazo en la pared-. Nos has estado engañando. Un cargo de confianza como tú, alguien a quien yo apreciaba. Se puede calcular lo que has robado. ¿Un millón de euros, dos?

No tengo más remedio que quedarme mirando a Carol con aprensión y admiración crecientes. Estoy esperando que lo niegue todo. También yo me desabrocho los pantalones.

Y por primera vez alguien me habla. Es Nube.

-Lo descubrí yo. Una de estas operaciones -se refiere a las contenidas en los cedés- me llamó la atención y empecé a tirar del hilo. Cuando ya lo tenía claro le informé de todo a Carlos. Pero es muy lista y se dio cuenta de que la habíamos descubierto. Así que pensó en el incendio. Datos que se queman, cifras que se pierden.

No quiero pensar mal de Carol, pero recuerdo que no se ha sorprendido lo más mínimo al cruzarnos con las dos personas que bajaban cuando subíamos. Me aguanto las ganas de preguntarle si ella los ha contratado para prender fuego al edificio.

-Siempre has querido ser project director, ¿verdad, pequeña cabrona? -le dice Carol a Nube.

Y éste es uno de esos detalles que se te quedan, ¿por qué pequeña, por qué pequeña y no gran cabrona?

-Te tenemos cogida -dice Carlos mientras toma a Nube de la mano y corre hacia la salida.

Empieza a entrar humo. Yo también corro hacia la salida sin tiempo para recoger el jersey del respaldo de mi silla desde hace cuatro años. Abro la puerta de las escaleras y, agarrada a la barandilla, pego los saltos más grandes que puedo sobre los peldaños. Paso por delante de Nube y Estrada. La barandilla está muy caliente, pero la angustia me empuja hasta la calle. Corro entre las chispas y las cenizas. Un bombero me pregunta a gritos si hay alguien dentro, pero sigo corriendo y corriendo hasta que me paro y el frío de la noche me abraza.

No he vuelto a ver a Carol. Guardé sus cosas en el trastero de un amigo por si alguna vez da señales de vida. La empresa ha preferido mantener un silencio absoluto sobre el desfalco para no intranquilizar a los inversores. Nube ocupa ahora el puesto de Carol. Y el Windsor ya no existe.

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