La fiesta está en otra parte
Una de las cosas inquietantes del verano es la sensación de que son los demás los que lo viven de verdad, mientras que tú apenas lo vislumbras a través de una estrecha mirilla y sientes que tienes de él una experiencia incompleta. Es ese sentimiento de arrinconamiento, de desasosiego, que te invade, por ejemplo, indagando en las crónicas informativas y viéndote lejos de ese verano trepidante que parece transcurrir muy lejos. Presientes que, estés donde estés (en una playa canaria, en una selecta terraza bilbaína, en un pueblo mesetario salpicado de bodegas o incluso en algún borbónico recodo de Mallorca), el verano sigue estando en otra parte; en concreto, en cualquier parte que no sea precisamente ésa en la que te encuentras tú, lo cual se acaba convirtiendo en una sensación muy aprensiva, ya que este verano, como todos los veranos, se te está escapando sin remedio.
Y se te escapa, claro, mientras Pocholo Martínez Bordiú dicta cursos de verano en El Escorial o Rajoy frecuenta con disfraz metrosexual las fiestas ibicencas. Los medios notifican que David Beckham se ha perdido en un atolón sin nombre, que en Soria se celebran jornadas internacionales de teatro, en Briviesca un encuentro internacional de ceramistas, y en algún poblachón de Extremadura unos talleres de relato breve; Carlos Latre firma libros en Girona, Buenafuente confiesa que practica el parapente y una revista de papel cuché revela que el hombre del siglo XXI (o, seamos más modestos, el hombre de la próxima temporada) ya ha sido bautizado como alterosexual. Todo lo cual te confirma en la idea de que esa gente vive el mes de agosto a cien por hora, mientras que tú pareces atravesarlo a lomos de una burra.
Pues algo parecido pasa con la Aste Nagusia. La fiesta se desenvuelve a ritmo frenético y siempre parece, estemos donde estemos, que lo mejor de ella transcurre en otra parte. La ciudad asoma permanentemente encendida, se expande en todas direcciones y abre la oferta simultánea de muy distintos proyectos y aventuras, pero nunca nos sentimos seguros de estar en el lugar adecuado.
El infierno son los otros, es la máxima (maximalista, por lo demás) de aquel filósofo francés. Sin embargo, hay una formulación más modesta, pero mucho más certera: que la fiesta son los otros. Nadie ha explicado nunca por qué al cruzarse dos trenes siempre se nos hacen secretamente envidiables los que viajan en dirección contraria a la nuestra. Algo así, en mi opinión, pasa con las fiestas. Cuando uno reserva mesa se pregunta si habría algún restaurante mejor. También la diversión impone una hilera interminable de decisiones, y las decisiones humanas, como es público y notorio, generan siempre dudas. Hasta en los planes que tengamos para la Aste Nagusia cunde una sospecha: ¿no habría habido acaso un plan mejor? Y la respuesta es tan cruel como esta: sí, claro que hubo un plan mejor, pero fueron otros los que los eligieron. Qué le vamos a hacer.
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