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Ciencia recreativa | GENTE
Columna
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El noveno error

Javier Sampedro

El perro Silvestre y el gato Pixie van en AVE de Madrid a Barcelona cuando, en el preciso instante en que cruzan la frontera, ven un gallo poniendo un huevo. "Ya ve usted, Pixie", dice Silvestre en plan filosófico, "ahora no hay forma de saber si el huevo pertenece a Madrid o a Barcelona". El gato Pixie reflexiona un minuto y responde: "Se equivoca usted, Silvestre, sí que se puede saber. Basta con averiguar hacia dónde se mueve el humo de nuestro tren, y le apuesto un bote de mermelada a que el huevo pertenece a Madrid". Ya ven cómo se las gasta el gato Pixie.

El ejercicio para hoy es encontrar los nueve errores del relato anterior. Sí, he dicho nueve. Aquí están: 1. Los perros no hablan. 2. Los gatos, tampoco. 3. Jamás se ha visto un perro que se llame Silvestre. 4. Tampoco un gato que se llame Pixie, ni Dixie. 5. No hay tal AVE de Madrid a Barcelona. 6. Y, si lo hubiera, no echaría humo (esperemos). 7. No hay frontera entre Madrid y Barcelona. 8. Los gallos no ponen huevos.

El responsable de detectar el sabor dulce es un receptor situado en las papilas gustativas de la lengua

El noveno error es que un gato jamás arriesgaría su buen nombre por un bote de mermelada. Mientras ratas, ratones, perros, personas y demás mamíferos vivientes nos desvivimos por una buena bandeja de pasteles, o incluso por una mala caja de bombones, los gatos es que pasan ampliamente del tema, o sea, es que el dulce les deja fríos como nitrógeno líquido, impasibles el alemán como guardia urbano, indiferentes como aficionado al tenis viendo llover a jarros en la final de Wimbledon, nada, cero pastelero.

Xia Li, Joseph Brand y sus colegas del Centro Monell de Filadelfia acaban de descubrir por qué (PLoS Genetics, número de julio). El responsable de detectar el sabor dulce, como todo el mundo sabe, es un receptor situado en las papilas gustativas de la lengua. El receptor tiene dos componentes, cada uno fabricado por un gen. Y a los gatos se les ha atrofiado uno de esos genes. El receptor no funciona en absoluto, y los gatos, por tanto, son tan ciegos a los encantos del dulce como nosotros a la seducción de una raspa de pescado en descomposición.

Ah, usted está pensando que su gato sí come dulces, ¿no?, que menudo goloso es el minino, ¿no? Usted cree que su gato es un mutante atávico que ha recuperado la capacidad original de los felinos para disfrutar del dulce, ¿no? Pues me temo que no. Un gen es un texto de letras químicas (AAGACTG...) y, como todo texto, puede caer víctima de las erratas. Si la errata es un mero cambio de letra, siempre cabe la posibilidad de revertir ese cambio más tarde, navegando por los lentos meandros de la evolución futura. Pero el gen del dulce no está inactivado en los gatos por un mero cambio de letra, sino por un agujero de 247 letras. Eso no hay forma de revertirlo. Si su gato parece disfrutar de los pasteles, es que está fingiendo. O que no es un gato, y de ahí que se llame Pixie. O Dixie. La vida es dura, amigo.

Gran parte de lo que consideramos caprichos del gusto se deriva, en realidad, de las variaciones naturales en los genes que fabrican los receptores del sabor que pueblan la lengua. Mútale a una mosca el receptor del azúcar y por fin verás a una mosca pasar ampliamente del azúcar. Esos mismos receptores son variables en los ratones, y explican que Pixie pase mucho de las mismas golosinas por las que Dixie se desvive. Las variaciones en el gen de otro receptor, el del sabor amargo, están detrás de las muy diferentes caras que ponemos los Homo sapiens ante un plato de coles de Bruselas. Sobre gustos todo está escrito (GCCGAATGTT...).

Una idea rápida para hacer dinero: diseñe un gato transgénico con el gen del dulce reparado, sáquele cien clones, suéltelos por ahí y ponga en un cartel: "Doctor Muelas. Empastes para gatos marca ACME. Abstenerse malditos roedores".

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