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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fantasmas del PNV

Es posible que las diferencias ideológicas manifestadas entre el presidente de la dirección del PNV, Josu Jon Imaz, y el hombre fuerte del partido en Guipúzcoa, Joseba Egibar, no sean "estratosféricas", como señaló el pasado miércoles el lehendakari Juan José Ibarretxe para negarlas. Sin embargo, el contenido discordante de los discursos que pronunciaron ambos el pasado 31 de julio, con motivo del 110º aniversario de la fundación del PNV, sugiere que tampoco son superficiales.

Imaz y Egibar personifican la enésima versión de la dialéctica entre el pragmatismo y el esencialismo nacionalista surgida desde que Sabino Arana puso en marcha su movimiento. No se trata tanto de una cuestión de doctrina, sino de acentos. Los dos dirigentes, que pugnaron duramente hace dos años por el liderazgo que abandonaba Xabier Arzalluz, pueden afirmar sin problemas que comparten los principios esenciales consagrados en las dos asambleas que apuntalaron el arreón soberanista de Lizarra, traducido finalmente en el plan Ibarretxe. Pero resulta evidente que ambos, y los sectores del partido que representan, los interpretan con matices muy diferentes.

No es lo mismo afirmar la nación vasca sobre la base de la "cohesión de la sociedad" que la constituye y reconociendo su "pluralidad de sentimientos e identidades políticas", como plantea Imaz, que reducirla en la práctica a la comunidad nacionalista, como hace Egibar con la complacencia de Arzalluz. Las consecuencias políticas que se derivan de una u otra concepción son divergentes y de mayor trascendencia que la contraposición entre "soberanía compartida" o "soberanía plena" a la que quedaron reducidos los mensajes de uno y otro en los titulares de prensa. La propia historia del PNV muestra, con sus tensiones y rupturas, la imposibilidad de compatibilizar una política diseñada en exclusiva por y para los nacionalistas con la gobernación de una sociedad como la vasca, que sólo lo es en parte. Ni un cuarto de siglo de poder autonómico marcadamente nacionalista ni la insidiosa presión de la violencia de ETA han logrado borrar el pluralismo inherente a la sociedad vasca. Al contrario, el PNV se ha visto más débil y con menos margen de maniobra desde que en Lizarra se lanzó a un frente abertzale con el señuelo de una fórmula para alcanzar la paz que beneficiaba sobre todo al nacionalismo.

Los límites de la "soberanía compartida" interpretada unilateralmente, como se hacía en el proyecto de Nuevo Estatuto, quedaron retratados en la votación del Congreso que lo rechazó. No obstante, puede ser un concepto útil para que el PNV, sin llegar a cuestionar sus objetivos maximalistas, recupere el sentido pragmático sobre el que ha asentado su éxito social y electoral. La experiencia de Estella, prolongada en el plan Ibarretxe, muestra la inviabilidad de los proyectos concebidos para satisfacer exclusivamente a un sector de la sociedad de Euskadi, aunque sea mayoritario en un momento dado. Y no está tan claro que el lehendakari Ibarretxe tenga en consideración esa enseñanza cuando junta los objetivos de la "paz y la normalización política" de forma indiferenciada. Si el fin de ETA se presenta factible ahora es precisamente gracias a medidas legislativas y jurídicas, además de policiales, que han sido acremente criticadas por el PNV y el Gobierno vasco y porque no se ha cedido a la pretensión de pagar un precio político a cambio de una hipotética tregua. Y no parece concebible una normalización que no incorpore un acuerdo interno entre los partidos vascos, los nacionalistas y los no nacionalistas, sobre un marco de juego y unas reglas compartidas. Para este empeño, el espíritu de Imaz resulta más funcional que el que representa Egibar.

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