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Crónica:SEMANA GRANDE
Crónica
Texto informativo con interpretación

Melancolía final

A veces el cielo amaga, pero en ocasiones suelta. Agua, por supuesto. Y es lo peor para los fuegos artificiales, no en balde se necesita más fuego para evaporar el agua que agua para apagarlo; basta con imaginar la hoguera que haría falta para cocer la cazuela del Cantábrico, eso sin incluir el marisco y el pescado.

Sin embargo, puede que llueva un poco, lo suficiente como para que no haya que suspender la sesión; entonces se establece un pulso entre la pólvora que sube y las gotas que intentan pararla. Pero ahí el cohete impone su rapidez y su explosión provocando un efecto similar al del perro que se sacude después de haberse zambullido, sólo que con salpicaduras multicolores. A menos que se trate de un cohete aterido, de esos que de por sí están hechos para subir poco y gimiendo, porque hay cohetes que gimen mientras otros aúllan.

Viene ahora la semana de Bilbao y sólo cabe desearles que no tenga que empezar con pelotas o a pelotas

En efecto, los cohetes apocados lo pasan peor y salen al cielo como quien sale de la peluquería con las greñas mojadas. Por lo demás todo son ventajas, las gotas ocasionales arrastran al suelo la ceniza y lavan el humo dejando el cielo como una patena, de ahí que bombas y carcasas luzcan más. Pro no sólo eso, las gotas actúan como diamantes diminutos que multiplican los efectos luminosos provocando una vibración completa del cielo nocturno.

Claro que, a veces, pueden actuar como espejos de la risa, haciendo que un cohete parezca una fatibomba o que la bomba japonesa parezca una sílfide de no ser que achate tanto los fuegos que más que volar se aplasten contra el suelo. Hombre, los fuegos bajo la lluvia también revientan en decenas de paraguas que o bien dificultan la visión o bien consiguen que parezca que el cielo estalla en cuadros escoceses y otros estampados de fantasía.

Lo más fácil es, pues, que una vez comenzada la quema, la lluvia no la interrumpa a menos que caiga a pozales. Pero entonces los padres no tendrían a los hijos subidos a la chepa para que los vieran mejor sin darse cuenta de que una vez que un hijo se sube a la chepa resulta muy difícil expugnarlo.

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La lluvia se vuelve también impotente contra ese envés de los fuegos que son los helados. De hecho, no parece sino que la noche donostiarra sea el espejo donde los fuegos se convierten en helados. De la misma manera que los fuegos hacen conocer mundo -se queman colecciones de aquí y de allá y puede que algunos extranjeros no comprenden la importancia de la traca final y reciban un abucheo tras haber quemado mucho mérito-, los helados son como países de un mapa, sólo que con el sabor añadido.

En la noche lluviosa donostiarra, los helados se refugian debajo de los aleros como golondrinas pintadas de papagayo, o debajo de la lengua de sus degustadores, con lo que la ciudad se llena de lenguas como alfombras voladoras.

Haciendo de necesidad virtud, si llueve, no faltará quien diga lo necesaria que es el agua con la sequía que padecemos; y tendrá razón, pero seguirá empapándose mientras el filósofo, tirándole estocadas al helado con la lengua, se pierde encorvado en la última noche de la Semana Grande, al menos en esta sección.

Viene ahora la semana de Bilbao y sólo cabe desearles que no tenga que empezar con pelotas, en pelotas o a pelotas.

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