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¿Se puede soslayar la identidad nacional?

En el marco del actual debate sobre la reforma estatutaria y, por ende, de la constitucional, uno de los temas que suscitan más controversia es el de la categoría nación y su aplicación a diferentes colectivos. ¿Se puede compatibilizar la definición de España como nación con la de Cataluña como tal, por aludir al caso más discutido?

En las páginas de EL PAÍS han aparecido numerosas intervenciones ya en forma de artículos de opinión ya en la de respuesta a preguntas del periódico, debidas a reconocidos estudiosos del tema, en las que se ha intentado, a partir de una reflexión teórica, hallar vías de solución a tan espinoso problema. Las respuestas esbozadas en las páginas del periódico se han movido en un registro que ha huido por lo general de los pronunciamientos esencialistas y excluyentes en que se mueven los adscritos a los nacionalismos de uno u otro signo, ya mediante lo que podríamos denominar un punto de vista pragmático que no da mucho valor a las palabras, centrándose en los problemas prácticos de la financiación, las competencias, etc., ya mediante el recordatorio de diferentes significados del término nación (cultural, político) que harían compatible que figurase a la vez en los estatutos y la Constitución, ya invocando fórmulas, ya adelantadas, como la de nación de naciones, con referencia a España.

Por mucho que la investigación histórico-social haya puesto de relieve la índole histórica de las naciones, su condición de comunidades imaginadas, el carácter proyectivo de los nacionalismos, invirtiendo la correlación tradicional nación-nacionalismo, los cambios de significado del término, etc., lo que debería llevar a conclusiones relativistas, todo ello, sin embargo, choca con la potencia de las identidades comunitarias, a las que el término nación parece otorgar un plus de legitimidad, lo que explica su reivindicación y su exclusivismo.

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Claro que no se trata sólo de cargas emocionales, pues a la nación se suelen adscribir determinados derechos, como los de soberanía y autodeterminación, que por mucho que estén en crisis, continúan jugando un papel en el campo político, pues implican que las comunidades calificadas de nacionales poseen un poder de disposición último respecto a su configuración. Cuando se oponen a esas reivindicaciones, la inanidad de la independencia o la existencia de entidades supranacionales o supraestatales, como es el caso de la Unión Europea, se elude el problema planteado por las reivindicaciones soberanistas, pues éstas se formulan respecto a los marcos estatales existentes, reivindicando su derecho a decidir sobre su pertenencia o la forma de la misma.

Resulta difícil soslayar el elemento étnico-cultural en la referencia a la nación. Cuando se invoca la definición llamada política de nación, como comunidad de ciudadanos, se olvida que esta caracterización por sí sola no es suficiente, a causa de su universalidad, a la hora de singularizar una realidad que por su misma naturaleza es múltiple; no existe la nación, sino las naciones, y éstas siempre tienen un gentilicio, que designa una particularidad. Al denominado nacionalismo étnico se ha contrapuesto el llamado nacionalismo cívico-territorial, que insiste en estos elementos. A este modelo parecen acomodarse las formulaciones que se dan en la época de las llamadas revoluciones burguesas o liberales, cuando la nación se constituye en sujeto político en cuanto comunidad de ciudadanos, titular de la soberanía, que se delimita sobre un espacio político preexistente, ya se trate de las antiguas trece colonias británicas convertidas en Estados Unidos de América, o del antiguo reino de Francia, o de lo que la Constitución de Cádiz designaba como " territorio de las Españas", que tenían un soberano común. Lo mismo ha acontecido con las naciones surgidas de los procesos de descolonización de los siglos XIX y XX, que se constituyeron sobre las fronteras establecidas por la administración colonial.

Pero el territorio es sólo el espacio de una nación; lo que la da fuerza es un hecho comunitario, que siempre tiene un nombre, que comporta necesariamente elementos étnico-culturales, por muy discutibles que sean éstos, pero sin los cuales no hay identidad, pues, repetimos, la ciudadanía, por su universalidad, no singulariza.

A otro término utilizado, ya alternativa ya concurrentemente, el de pueblo, se le aplican las mismas consideraciones. Notemos que las pretensiones que se suelen asociar a la palabra nación se pueden expresar con la de pueblo; así, la propuesta de Estatuto que se conoce como plan Ibarretxe comienza: "El Pueblo Vasco o Euskal Herria...", del que se dice que "tiene derecho a decidir su propio futuro... de conformidad con el derecho de autodeterminación de los pueblos..."; lo que no excluye la presencia de términos derivados de nacional en dicho texto.

¿Cabría soslayar en unos textos constitucionales los elementos identitarios? Evidentemente, no, pues éstos están evocados en los gentilicios correspondientes, que no es posible evitar. Lo que sí es factible es la coexistencia de identidades, ¿en un plano de igualdad? El debate actual muestra cómo la asignación del término nación a una determinada comunidad parece conllevar para ella un plus de legitimidad, una supremacía como objeto de afección, amén de determinados corolarios políticos.

En determinadas corrientes del federalismo, y ése es el caso de su máximo exponente en España, F. Pi y Margall, se defendió una idea que iba más allá del reconocimiento institucional de distintos planos de autogobierno, pues apuntaba a la coexistencia con igual valor, sin ninguna jerarquía entre ellos, de diferentes ámbitos comunitarios de adscripción; la expresó en una de sus últimas intervenciones antes de su muerte, en el discurso presidencial de los Juegos Florales en Barcelona en mayo de 1901, cuando, invocando uno de los lemas de éstos, el de patria, hablaba de diferentes patrias, y terminaba diciendo: "Seamos catalanes, españoles, humanos".

Juan Trias Vejarano es profesor emérito de la UCM.

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