La fórmula del cosmos
En 1919, un profesor auxiliar de matemáticas llamado Theodor Kaluza, que daba clases en la Universidad de Könisberg sin cobrar ni un marco, tomó las ecuaciones de la relatividad general que Einstein había escrito tres años antes y, por alguna razón que sólo un matemático podrá disculpar, les añadió una cuarta dimensión espacial. Antes había altura, anchura y profundidad, y ahora había altura, anchura, profundidad y esa cuarta cosa que no puede imaginarse, pero sí manejarse con las herramientas analíticas de la geometría, que no hacen distingos entre los objetos reales y los fantasmagóricos. El resultado de esa gratuita extravagancia fue realmente asombroso.
La relatividad general es un conjunto de ecuaciones que describe el comportamiento de la gravedad, una de las dos fuerzas fundamentales que se conocían en la época. Pero, cuando Kaluza les añadió una cuarta dimensión espacial, aparecieron además otras fórmulas distintas. Kaluza las reconoció de inmediato. Eran exactamente las ecuaciones que Maxwell había escrito 40 años antes para describir el electromagnetismo, la otra fuerza fundamental conocida en la época. Dos grandes teorías inconexas, formuladas para explicar dos fuerzas totalmente distintas, se convertían en una sola teoría unificada sin más que proponer la existencia de lo que nadie había visto nunca, la cuarta dimensión. ¿Qué demonios significaba todo aquello?
Kaluza escribió un borrador de su trabajo y, a falta de mejor destinatario, se lo mandó directamente a Einstein
Kaluza escribió un borrador de su trabajo y, a falta de mejor destinatario, se lo mandó directamente a Einstein. "Mi teoría", escribía allí un inmodesto Kaluza, "posee una unidad formal insuperada que no podría atribuirse a la mera seducción de un accidente caprichoso". Einstein, a decir verdad, se quedó de piedra, le respondió que sus ideas eran extraordinariamente originales y le animó a publicarlas en una revista científica. El artículo apareció en 1921 gracias a la mediación del propio Einstein, que acababa de recibir el premio Nobel. Cinco años después, viendo que Kaluza seguía siendo profesor auxiliar en Könisberg -el matemático debía ser uno de los pocos académicos de la historia occidental que había conservado un infraempleo de ese tipo durante un cuarto de siglo-, Einstein dijo a todo el que se le puso a tiro que Kaluza era un gran innovador, y que seguramente merecía algo mejor que esa plaza académica humillante y rara vez remunerada. Pero ni por esas. El tema de la cuarta dimensión, parecía pensar la comunidad científica, ya se había agotado con El hombre invisible de H. G. Wells.
Kaluza era un teórico convencido. No sabía nadar y, más o menos en la época en que mandó su borrador a Einstein, leyó un libro de natación y se tiró al agua. Su hijo asegura que, equipado con los conocimientos teóricos necesarios, echó a nadar sin el menor problema.
Sus intuiciones sobre la unificación de las fuerzas físicas también han acabado por salir nadando, aunque demasiado tarde para conseguir un buen ascenso en la universidad. Unificar todas las fuerzas fundamentales -que ahora son cuatro en vez de dos- sigue siendo el santo grial de la física teórica, y las mayores esperanzas de lograrlo están depositadas en una teoría, la de cuerdas o supercuerdas, que propone que el mundo tiene no ya cuatro dimensiones, sino diez.
Curiosamente, los fundamentos matemáticos de la teoría de cuerdas fueron desarrollados en el siglo XVIII por el gran matemático suizo Leonard Euler, que por supuesto no pretendía llegar a ninguna unificación de las fuerzas fundamentales ni a nada parecido. Si la teoría de cuerdas resulta finalmente correcta, el secreto más profundo del cosmos no habrá sido descubierto por los físicos, sino inventado por los matemáticos.
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