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Violencia de verano en la ciudad vasca

¿A la plancha o al ajillo? Las vacaciones de verano llegan a su cenit en el momento en que el único dilema existencial posible es tomar las gambas a la plancha o al ajillo, cenar con cerveza o vino blanco. Lejos quedaron las preocupaciones del invierno, esa factura no pagada del mes de abril o la inesperada actitud del jefe en una reunión en el mes de junio. ¿Echo la siesta en la hamaca o en el sofá? Reducir las preocupaciones hasta las cenizas de lo anodino y limitar los procesos de toma de decisiones a la más elemental logística veraniega (¿llevo un libro gordo que me dure todas las vacaciones o meto dos por si acaso?), he aquí el verano. ¿En todas partes? No, porque en la aldea vasca irredenta, la sección juvenil del movimiento ha decidido dejar las cañas y volver a los cócteles.

Los sones de tregua han activado el proceso que que convierte la quema de una sucursal en una jugada de ajedrez de ETA

La violencia callejera ha vuelto a nuestras calles en el verano de 2005. La ausencia de asesinatos de ETA desde hace más de dos años, la eficacia de la presión policial y la creciente politización (en oposición a la militarización) de la acción de la izquierda abertzale habían sumido a la sociedad vasca en un impasse veraniego olvidadizo de la presencia viscosa de ETA entre nosotros. Por primera vez en mucho tiempo, el terrorismo ha perdido la posición de honor entre las preocupaciones de los vascos, incapaces de resistir a la tentación de borrar a ETA de nuestras vidas en estos tiempos de silencio de la bestia. ¿Quién se acuerda ya de la famosa descripción en los informes Elzo de una serie de círculos concéntricos en torno a los cuales se estructuraría la participación de los jóvenes aprendices de violentos en la kale borroka?

Los recientes episodios de vandalismo urbano han interrumpido este largo sopor veraniego sin ETA para recordarnos que estamos en un momento muy delicado en el que, al socaire de nuestra pereza estival, actores varios ensayan una nueva versión -quién sabe si la definitiva- de el final de ETA. En este contexto, es imposible no insertar las noticias de ataques a sucursales bancarias en esta danza de la muerte de ETA que bailan, al parecer, gobiernos, partidos y los hombres y mujeres del movimiento armado y enmascarado.

La violencia vasca no es genética como piensa Arzalluz, porque en este caso responde a una decisión táctica de ETA en tiempos de debilidad operativa. La violencia de los jóvenes que aún creen en ETA no es automática, ni siquiera es, inevitablemente, la forma en que se expresarán políticamente el resto de sus días: ya sabemos que son posibles los veranos sin kale borroka. Pero se alimenta de una serie de balones de oxígeno que conviene no perder de vista. Los sones de tregua han activado el oxígeno político que convierte la quema de una sucursal bancaria en un movimiento del ajedrez político de ETA, en lo que entiende que es su negociación con el enemigo. Ya en la anterior tregua, cuando el contacto más básico con la calle y los círculos de estos jóvenes violentos indicaba que les faltaba el aire, la bajada de guardia generalizada que se produjo y la cobertura política que ofreció a una izquierda abertzale exhausta el proceso de Lizarra resucitaron los rituales violentos de baja intensidad y la parafernalia de acoso a nuestras vidas.

Junto a ese impulso político, esta violencia se nutre de un oxígeno militar. Durante años, ETA controló y dosificó esta válvula a la perfección, ante la ausencia de respuesta del Estado de derecho y la sociedad democrática; hasta que llegó la ofensiva judicial y penal de la última década, especialmente durante los gobiernos del PP, que la cerró firmemente. El incremento de la presión disuasoria -el rearme de la sociedad democrática- incluyó episodios de excesos y aberraciones penales (el todo equivale a terrorismo que dictó la Audiencia Nacional es cuestionable) pero demostró que "los jóvenes de la gasolina", además de divertirse, comprendían también el lenguaje de la disuasión penal y policial porque, simplemente, desaparecieron de la escena.

Ahora han vuelto. La ciudad vasca, en sus calles y dentro de sus hogares, debe gestionar y cortar el oxígeno ideológico que hace posible que unos cuantos cientos de jóvenes fabriquen artefactos explosivos, golpeen un cristal con una maza y miren con brillo en los ojos las llamas, sin importarles que una anciana tenga que ser evacuada en brazos por sus vecinos. Las dimensiones del contingente de jóvenes violentos y el grado de su fidelidad a los dictados de la jerarquía militar de ETA son difíciles de aprehender. Pero su visión de usar y tirar de la violencia -"si no toca, me voy de fiesta, bailo y bebo como los demás; y si toca, me pongo la capucha, hago la compra y quemo el autobús y la oficina"- encierra el misterio del azar moral que supone que no hayan muerto más usuarios de autobuses públicos y vecinos de edificios cuyos bajos han ardido.

Nadie puede quitarle a esa anciana el derecho a reposar en su casa al abrigo del aire acondicionado, ni a los responsables de sucursales de las entidades bancarias atacadas el derecho a no pensar en blindajes, grosores de vidrio y persianas en vacaciones. La ciudad vasca, como cualquier otra, tiene derecho a veranos sin kale borroka, pero debe apuntar el extintor al conducto del oxígeno ideológico que la alimenta cada vez que vuelve a la escena.

Borja Bergareche es abogado.

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