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Modernos y castizos

La inmersión en el verbeneo madrileño no es lo más recomendable en estos días de agosto para quien sienta aversión a las fiestas populares o asocie cualquier expresión castiza a los tiempos de caspa y oscurantismo; sí puede serlo, en cambio, para quien sin prejuicios sienta curiosidad por lo que queda de genuino en Madrid, si por genuino entendemos aquello que le es propio en la tradición, más que lo característico de una ciudad actual de naturaleza tan cosmopolita. No he sentido nunca especial atracción por un Madrid típico de manolas y chulapos, y menos por sus limonadas y sus churrerías, pero me pregunto por qué quienes conviven con algunas formas de casticismo -muy acrisolado en otras regiones, autonomías, países o naciones del mapa ibérico- encuentran a la vez tan repudiable el inocente y residual casticismo madrileño.

Visto el modo en que el casticismo vasco, gallego, catalán, y no digamos andaluz, se imponen, no entiendo por qué el casticismo madrileño, se muestre como se muestre, es tan rechazado por la gente fina. Acaso porque aquí la política no lo ha hecho suyo al modo en que rezuma casticismo la política y se aprovecha de él en otras comunidades. O porque el casticismo sigue quedando en reductos populares y las pijas de aquí no van con mantón a los toros como la derecha de peineta lo hace en otros lugares.

O tal vez porque Madrid, para su bien, es una realidad distinta que ni siquiera se toma por comunidad autónoma y mucho menos aspira a llamarse nación. O porque los pueblos con problemas de identidad, o que se los buscan, necesitan más de lo castizo que un pueblo como el de Madrid, en el que la identidad no inquieta y, por tanto, no llega a ser relacionada con la verbena de la Paloma. Eso no quiere decir que no tenga identidad; a lo mejor incluso quiere decir que le sobra. Pero en cuanto a su casticismo, pocas veces es tomado en serio por su falta de vinculación a un altar nacionalista propio. Con lo cual, llega uno a la conclusión de que lo que no gusta en Madrid a los modernos no es lo castizo, se acepte más o menos, sino el nacionalismo, incluido el nacionalismo español, que por zarzuelero ha hecho muchas veces suyo el casticismo madrileño. Y quizá me alegre de eso.

Pero no creo que el Asturias, patria querida tenga más categoría como canción para pasar de las noches de sidra a himno del Principado que la que tenga alguna parte de La verbena de la Paloma, de Bretón, para haber sido un himno madrileño. Hace unos días fui a una nave industrial de Sagunto a ver la representación de La verbena de la Paloma en la versión de Els Comediants. Yo había creído que se trataba de un espectáculo basado en la obra original, incluso que pudiera contener elementos satíricos al modo en que algunos creadores catalanes se toman a broma a sí mismos y a sus instituciones, y no de una versión que respetaba el original de la hermosa obra. La apuesta de Els Comediants consistía en desnaturalizarla, en tratar de eliminar de ella lo castizo.

El intento pasaba por sustituir un mantón clásico por otra clase de toquilla y evitar la reproducción de los trajes típicos, de cambiar el puesto de los churros por una carpa y una corrala por un andamio que la sugiriera. A pesar de todo, La verbena de la Paloma seguía siendo la misma, es decir, castiza.

Porque lo esencial castizo es en este caso su música, y de donde quitas el acento, la chulería y los modales, no de Madrid sino de aquel Madrid castizo de 1898, no ha desaparecido la música misma, ni los nombres, ni la otra música de las palabras genuinas. Aquel ámbito, a pesar de haber cambiado los muebles, era inevitablemente castizo. Y me pregunté si con la eliminación de los iconos más evidentes de ese casticismo ganaba en universalidad la obra y conseguía otra dimensión y no conseguí responderme. Tampoco me pareció importante lograr la respuesta, y eso mismo, la indiferencia, tanto frente a lo castizo como a la oposición a lo castizo porque sí, me resultó lo más madrileño. Ahora, en la ciudad medio desierta de agosto, el turista tiene oportunidad de meterse en Las Vistillas o Arganzuela para convivir con un Madrid castizo que sobrevive, sin reñir con la modernidad, al otro lado de ella. Pero si el turista no desea meterse en el casticismo, tampoco lo castizo irá a por él.

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