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Columna
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La autopista del sur

Julio Cortázar escribió un excelente relato (aunque aplicar a un relato de Cortázar el adjetivo excelente es redundancia) en que se describía un tremendo atasco circulatorio a la entrada de París. En el cuento, el atasco se prolongaba durante días, hasta acabar generando una sociedad paralela, llena de tribus urbanas que luchaban por los recursos. En las sociedades desarrolladas, donde el coche sigue siendo el símbolo totémico de la prosperidad, el relato de Cortázar siempre tuvo sentido, pero durante el pasado puente de Santiago ha adquirido proporciones proféticas.

Miles de conductores se vieron atrapados en la autovía de Valencia, durante el trámite oneroso de abandonar las playas de Levante para reintegrarse al laberinto metropolitano de Madrid. Las informaciones hablan de atascos de 170 kilómetros, de interminables hileras de coches cuyos tentáculos se extendían hasta la provincia de Cuenca. Familias enteras pasaron la noche en la carretera. Las áreas de servicio rebosaban de coches aparcados, y todo ello en medio del general agotamiento del combustible de las gasolineras, las botellas de agua o los alimentos disponibles.

Uno imagina el dantesco cuadro mesetario y lo traslada a sus dominios. Son esas caravanas que se forman desde el Gran Bilbao hacia Cantabria (el pasado miércoles miles de conductores concelebraron la liturgia de un enorme caos viario) y que tienen su correlato en la variante donostiarra de la A-8, que ayer mismo padeció una nueva parálisis. Incluso Vitoria, paradigma en otro tiempo de las ciudades pequeñas, se ha convertido en una bolsa atiborrada de automóviles. Al general atasco viario se une, en verano, el carácter migratorio de las masas, su irremediable sincronía a la hora de abandonar los cuarteles de invierno o de regresar a los mismos. La nuestra es la abigarrada colonia de una especie de insectos regulados por un implacable reloj biológico; aunque más que de un reloj biológico tendríamos que hablar de un reloj laboral, que guía nuestras vidas y las ordena al milímetro.

Habría muchas críticas que formular a los poderes públicos, a cuenta de su afición a financiar con nuestro dinero infraestructuras que luego no funcionan (entre otras, las autovías), pero también habría que dejar constancia de su dimensión existencial: vivimos atrapados, y atrapados no sólo en los atascos. Eso sería lo de menos si no fuera el atasco al mismo tiempo el símbolo visible de que vivimos atrapados de forma general, masiva y consuetudinaria. Las caravanas estivales nos retratan, retratan la naturaleza compulsiva del ocio contemporáneo, la ansiedad que nos devora incluso cuando sólo queremos descansar. Somos bandadas migratorias, y ello nos impone una doble penitencia, la del atasco vial en tantos puntos, y en tantos otros la amenazadora sombra del accidente de tráfico, como ocurre con esos grandes rebaños de ñúes del Serengeti, que recorren las estepas y pagan el tributo de cientos ejemplares que perecen en los ríos, en los despeñaderos, en las fauces de los leones.

El ocio masificado es una murga, pero no podemos prescindir de él. Durante la nueva y masiva migración caerán algunos veraneantes, pero eso no atenúa el vigor de los rebaños. Somos así y nada puede cambiarnos, porque sentimos la irresistible llamada del descanso. Al final de este verano los medios darán cuenta de las bajas producidas, de autobuses volcados, de coches triturados bajo los ejes de camiones frigoríficos. Pero qué hacer que no sea ajustarse el cinturón de seguridad, mirar hacia otra parte y guardar la razonable esperanza de que, bueno, que a nosotros no va a tocarnos. Los rebaños de ñúes del Serengeti también atraviesan con soltura las corrientes del río Mara, según constatan los documentales, y millones de ejemplares llegan a la otra orilla, después de soportar atascos, estampidas, galopadas y dejar a merced de los cocodrilos cientos cadáveres.

La vida sigue, como siempre, atento cada uno a nuestro caso particular, aguardando que la muerte sólo sea para nosotros la estadística que un día recogerá el periódico. Y usted que lo lea.

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